20 de noviembre de 2011

Crítica de cine: Un dios salvaje, de Roman Polanski

Zachary e Ethan, de 11 años de edad, tienen una pelea en un parque cercano al puente de Brooklyn de Nueva York. Una pelea que termina con Zachary arreándole con un palo a Ethan en la cara, que como resultado pierde un diente y se lleva un buen varapalo. 
Los padres de los niños intervienen en lo que pretende ser una civilizada reunión: Alan y Nancy Cowan (Christoph Waltz y Kate Winslet), padres de Zachary, acuden a casa de Michael y Penelope Longstreet (John C. Reilly y Jodie Foster), padres de Ethan, para limar asperezas, consensuar un acuerdo y zanjar el asunto... civilizadamente. Pues es una pelea de críos en el parque, tampoco hay que sacar las cosas de quicio, ¿no? Cuántos niños se habrán peleado en el parque sin necesidad de que sus padres tengan que lidiar. Lo que pasa en el parque, se queda en el parque. Pero no, Penelope no está de acuerdo, aunque trate de contener su rabia; y Alan, más pendiente de su teléfono móvil que de una reunión a la que ha ido arrastrado por Nancy, piensa que los chicos son chicos, y que no ha pasado nada, pues a fin de cuentas ha sido un asunto de pandillas. Pero, claro, os podréis imaginar que la cosa no acaba aquí... surge el dios salvaje que todos llevamos dentro. Las apariencias se desmoronan, las formas se pervierten y la tolerancia se disuelve en el aire.

Con este planteamiento, Roman Polanski vuelve al cine, tras el escándalo de su detención en Suiza por un caso de violación que sucedió treinta años atrás. Y lo hace con el trabajo que tenía en ciernes en aquellos momentos: una adaptación de la obra teatral de Yasmina Reza, que ha colaborado con el director polaco en la redacción del guión. A priori se podría pensar que estamos ante la plasmación cinematográfica de un texto teatral, algo siempre difícil de conseguir (la escena a menudo no se consigue adaptar bien en una secuencia fílmica), pero aqui Polanski ha salido triunfante. Parte de un guión excepcional, de su talento tras las sutiles cámaras, de su capacidad para no agobiar a cuatro actores (y al público que les observa) en el casi único escenario de un apartamento en Nueva York. Y tiene, sobre todo, a cuatro actorazos, que consiguen convencernos, sorprendernos, deleitarnos e incluso, por qué no, escandalizarnos. 

Christoph Waltz demuestra por qué su Oscar a mejor actor de reparto en 2010 fue más que merecido; John C. Reilly, habitual en películas de Paul Thomas Anderson, parece interpretar un papel sencillo, pero se transforma en la segunda parte de la cinta. Y qué decir de una Jodie Foster que asume un rol complejo (y hasta cierto punto antipático para el espectador) y de una Kate Winslet que nos depara un momentazo rompedor a mitad de película y que sigue demostrando lo buena actriz que es.

Porque a fin de cuentas estamos ante una película escueta en metraje (apenas 79 minutos) pero intensa en cuanto a interpretaciones y a los grandes temas que la rodean: la violencia, la (in)tolerancia, la falsa (doble e incluso triple) moralidad, el matrimonio, la mentira, la rabia. Y todo ello con una economía de escenarios y atrezzo (como en una obra teatral), pero con actores que no necesitan más que un buen texto y un estilazo por paret de Polanski de los que tiran para atrás. Una historia que se abe y se cierra en el parque, recordando el prólogo de Caché, de Michael Haneke.

Una magnífica apuesta cinematográfica.

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