27 de noviembre de 2011

Reseña de El Libro del Día del Juicio Final, de Connie Willis

Me gusta la ciencia-ficción, pero no exclusivamente las novelas hard, sino especialmente aquellas situadas en mundos y épocas más o menos actuales y en los que el elemento CF es una excusa para analizar determinados elementos de una sociedad. En ese sentido, me gustan autores como David Brin, Robert J. Sawyer, Jasper Forde y, entre otros, Connie Willis. Descubrí a Willis un día de agosto de 2004, cuando compré Tránsito, una voluminosa novela suya sobre las experiencias cercanas a la muerte (ECM), con el hundimiento del Titanic como metáfora del cerebro que se muere poco a poco. Devoré esta novela. Un año después, en septiembre de 2005, compré por primera vez El Libro del Día del Juicio Final. Digo primera vez, porque esa misma tarde me robaron la mochila, perdiendo libro, CD’s, dinero y cachivaches de todo tipo que solía -y suelo llevar-, siempre a cuestas. Volví a comprar la novela, la devoré en apenas 4 días, me atrapó. Desde entonces, novela de Willis que se ha ido publicando (o reeditando), novela que he leído: Por no mencionar al perro, Oveja mansa y Los sueños de Lincoln. Y a ver si un día de estos cae en mis manos Remake.

El Libro del Día del Juicio Final es una novela que explora los viajes en el tiempo, las epidemias mortales y el miedo al fin del mundo. En 2054, los viajes en el tiempo están perfectamente aceptados por todo el mundo. En Oxford, en la Facultad de Historia, se utilizan para conocer un poco mejor el pasado. Kivrin, una impetuosa estudiante de Historia, se presenta voluntaria para viajar a la Edad Media, concretamente, al año 1320. El señor Dunworthy, mentor suyo, no está muy convencido de la viabilidad del viaje: demasiados peligros, piensa, las enfermedades, ataques de bandoleros, la guerra. Pero Kivrin se sale con la suya y viaja al pasado. Pero las cosas se complican, tanto en 1320 como en 2054: en el pasado, nada más llegar, Kivrin sufre una grave enfermedad, que la mantiene apartada del propósito del viaje, pero que le permite conocer y vivir con una familia de la baja nobleza inglesa; y en el «futuro» (o más bien «presente») se desdencadena una epidemia mortal, desconocida y con especial virulencia (un tipo de gripe, ¿os suena de algo?). Al mismo tiempo, se descubre que el viaje no salió del todo bien, que algo ha fallado. Y el señor Dunworthy teme que Kivrin haya viajado, no a 1320, sino a 1348: el año de mayor virulencia de la Peste Negra, que alcanzó por entonces Oxford y sus alrededores.

El viaje en el tiempo es una excusa para Connie Willis en sus novelas. Ya lo usó en el relato Brigada de incendios, donde un historiador del futuro viaja a Coventry en 1940, tratando de salvar la catedral que está a punto de ser destruida por los alemanes; y lo volverá a utilizar en Por no mencionar al perro, donde, con notas de humor y de comedia de enredo, dos historiadores viajan a la época victoriana para buscar un elemento arquitectónico desconocido. Es curioso que en las novelas de Willis sean los historiariadores quienes viajen en el tiempo. En El Libro del Día del Juicio Final, la excusa es conocer un poco mejor la Edad Media… y el «presente». Pero hay riesgos en el viaje en el tiempo, y no tanto la cuestión de las paradojas temporales, como los peligros del pasado desconocido. Kivrin sufrirá en sus carnes estos riesgos, aun estando vacunada para las principales epidemias, aun habiendo estudiado inglés medieval o aprendido a coser, trabajar en el campo y cortar leña.

El miedo a una enfermedad devastadora como la Peste Negra está presente en toda la novela. Kivrin y el señor Dunworthy, cada uno en su tiempo, deberán enfrentarse al ataque de enfermedades por entonces desconocidas. La idea de que esta enfermedad anticipa un Juicio Final, un apocalipsis, está también presente. La extraña gripe que el mundo de 2054 sufre parece un sosias del sida, aunque el nombre de esta enfermedad nunca se menciona. Las consecuencias de la epidemia son devastadoras en ambos tiempos: cómo enfrentarse a ella, cómo concebirla (¿un castigo divino?), qué hacer para alejarse de ella.

Con un detallismo que no cansa ni aburre, Willis nos muestra como son las sociedades de ambos períodos «históricos». Se tarda en llegar a descubrir que Kivrin no ha viajado a 1320; tardamos en ver como Dunworthy y sus colaboradores descubren el «deslizamiento» (el margen temporal que se aparta de la fecha fijada en el viaje). Hay personajes muy logrados, además de los protagonistas: lady Imeyne, lady Eliwys, las niñas Rosemund y Agnes y, sobre todo, el padre Roche en el pasado; la doctora Ahrens, su sobrino-nieto Colin, el decano Gilchrist, la arqueóloga Lupe Montoya, las campaneras estadounidenses, el señor Finch, William Gaddson (¡y su madre!), en el «presente». Hay humor, sobre todo en los capítulos del año 2054. Humor en medio de la tragedia. Hay valor en Kivrin, que irá cambiando de ideas preconcebidas a lo largo de la novela. Hay humanidad en un mundo, sobre todo el de la Edad Media, que se aboca al apocalipsis. Hay temor y miedo, hay heroísmo. Y sobre todo hay mucho de novela histórica y mucho de drama en esta novela de Connie Willis.

En definitiva, estamos ante un novelón imprescindible para seguidores tanto de la novela histórica como de la ciencia-ficción. Willis mantiene un pulso pausado pero firme. Poco a poco nos va contando cosas de ambos momentos. Y con esta novela nos deja ante la duda de si en el presente las cosas podrían encaminarse a situaciones como las que plantea.

¡Leedla, o releedla, no os la perdáis!

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