12 de septiembre de 2012

Reseña de El mito de Hitler, de Ian Kershaw

«Yo he superado el caos en Alemania, restaurado el orden, incrementado de forma generalizada la producción en todos los sectores de nuestra economía nacional. […] Yo he logrado reintegrar por completo a la producción útil los siete millones de desempleados que tan entrañables resultaban a nuestros corazones, he logrado mantener al campesino en su tierra a pesar de todas las dificultades, y también he logrado recuperar tierras para él, he logrado hacer que florezca de nuevo el comercio alemán, y he conseguido promover tremendamente los transportes. No sólo he unido políticamente al pueblo alemán, sino que, desde el punto de vista militar, también lo he rearmado, y además he tratado de romper, página por página, ese tratado que contenía, en sus 448 artículos, las más elementales violaciones jamás impuestas a las naciones y a los seres humanos. He devuelto al Reich las provincias que nos fueron robadas en 1919. He conducido de nuevo a su patria a los millones de alemanes profundamente desdichados que nos habían sido arrancados. He restablecido la milenaria unidad histórica del espacio vital alemán, y he tratado de hacer todo esto sin derramamiento de sangre y sin infligir a mi pueblo o a otros el padecimiento de la guerra. He logrado todo esto por mis propios medios, como alguien que hace veinte años era un trabajador desconocido y un soldado de su pueblo.»

Discurso de Adolf Hitler, 28 de abril de 1939.
Muchos alemanes de los años 1939-1940 aplaudieron las palabras del Führer. Fueron los años en que la aceptación de la figura del dirigente nazi alcanzó sus cotas más elevadas. Tras la debacle de la Primera Guerra Mundial y el tumultuoso período de la República de Weimar, muchos ciudadanos, aun no considerándose nazis, pudieron sentir que en el Reich alemán había estabilidad. Muchos sintieron que la humillación de Versalles quedaba superada con los logros diplomáticos desde que Alemania abandonó la Sociedad de Naciones en septiembre de 1933 e inició una política agresiva en el exterior, bordeando el conflicto militar, pero no llegando a declarar la guerra… hasta septiembre de 1939. Incluso después, tras las exitosas campañas en Polonia y en la Europa occidental, la popularidad de Hitler entre los alemanes era muy alta. El führer había traído paz, estabilidad, orden, recuperación económica y prestigio allende las fronteras. Alemania volvía a ser poderosa y temida. El mito de Hitler había cosechado sus mejores frutos.

El libro de Ian Kershaw, El mito de Hitler. Imagen y realidad en el Tercer Reich (Crítica, 2012, reeditando el mismo título publicado por Paidós en 2003), incide en la imagen de Adolf Hitler entre los alemanes, desde los tiempos convulsos de Weimar y hasta la derrota final del Reich en mayo de 1945. Es un libro que se basa en fuentes de época: en informes de la SD de la Gestapo en los años de gobierno nazi, en encuestas oficiales, en memorias de partidos prohibidos como el SPD, en diarios como los de Goebbels o en recuerdos y diarios de alemanes de la época. Es un libro en el que se trata de dilucidar cómo el mito de Hitler –el salvador, el hombre de acción, el caudillo del pueblo, el hombre con genio militar– fue creciendo, originado y alimentado por sus más inmediatos colaboradores (Goebbels es plenamente responsable, pero no el único), nutrido por los éxitos del régimen (sin ellos un liderazgo carismático no se sostiene, decía Max Weber), constantemente mostrado a los alemanes mediante la propaganda oficial… y erosionado de manera más evidente cuando los éxitos militares comenzaron a  esfumarse.

Ian Kershaw
El desastre en Stalingrado no fue el primer jarro de agua fría (los alemanes, en general, deseaban un final de la guerra rápido ya desde la campaña yugoslava de la primavera de 1941), pero sí fue la ocasión en que se pudo comprobar que «el rey está desnudo». La campaña aliada de bombardeos estratégicos sobre territorio civil alemán alentó las críticas contra un führer, hasta entonces infalible, hasta entonces protector, hasta entonces invicto, que se escondía en la cancillería o en el centro de mando en Prusia oriental. Hasta mediados de 1943, las críticas (si es que era posible mostrar un atisbo de protesta o de oposición) se habían dirigido claramente contra los «pequeños hitleres»: los dirigentes locales del partido, los jerarcas que rodeaban a Hitler (de Goering a Rosenberg, de Goebbels a Stracher), aquellos que lo mantenían oculto, quienes abusaban de su poder y engañaban a un líder solitario, mantenido al margen de los escándalos y alejado de la opinión pública. «Hitler está bien, pero sus subordinados no son más que unos estafadores», decía un miembro del partido nazi del Alto Palatinado en diciembre de 1934. Pero una vez el peso de la guerra atrapó a la población civil alemana, el caudillo devino falible, el diplomático de éxito un bravucón, el genio militar de las campañas fáciles un inepto, y todo el entramado nazi una piedra al cuello de toda Alemania, capaz de hundir a todo el país en el fondo del océano. Para entonces, a pesar de la efímera reacción a favor de Hitler tras el atentado de julio de 1944, el mito de Hitler se había derrumbado. «El führer lo tiene fácil. No tiene que cuidar de una familia. ¡Si la guerra se pone en lo peor, nos dejará a todos en la estacada y se pegará un tiro en la cabeza!», decía una mujer en un refugio antiaéreo en abril de 1944, recordando las palabras de un Hitler que aseguraba que moriría antes que reconocer la derrota. O un habitante de Berchtesgaden en marzo de 1945 que recogía un pensamiento arraigado entre los alemanes que asumían ya la derrota: «Si en 1933 hubiéramos imaginado el cariz que iban a tomar las cosas, nunca hubiéramos votado a Hitler».

El hombre que asumió un perfil religioso, que fue prácticamente divinizado en vida, que gozaba del fervor de obispos protestantes en los años treinta – «te damos gracias, Señor, por todos los éxitos que, por tu gracia, le has concedido a él hasta la fecha en bien de nuestro pueblo», proclamaba el obispo Meiser en una de sus homilías en 1937–, era visto con reticencias, sin embargo, por la mayoría de católicos, a pesar de los propios deseos del caudillo y de las jerarquías católicas de llegar a acuerdos visibles. Los éxitos de la diplomacia combinada con la amenaza de la fuerza trajeron consigo el Anschluss austriaco, la ocupación de los Sudetes, la prepotencia de la conferencia de Munich, la destrucción de Checoslovaquia, la invasión y partición de Polonia. «Alemania es Hitler, y Hitler es Alemania», se proclamaba a finales de 1939, cuando la popularidad del führer alcanzó la cima. Cuando el Reich se derrumbó, la mayoría de la población alemana despertó y consideró que había vivido una pesadilla en los últimos años.

Kershaw trata también, en un postrer capítulo, la imagen de Hitler y la cuestión antisemita: el camino al Holocausto. La imagen del caudillo nazi como furibundo antisemita fluctuó, desde un interesado vaivén en los años previos a la toma del poder a, una vez en él, modular el grado de virulencia contra los judíos. La gradación por etapas marca la cuestión del antisemitismo de Estado, oficializada por las Leyes de Nuremberg en septiembre de 1935 para ser momentáneamente difuminada ante la opinión mundial durante los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, para volver a la palestra con intensidad en la Noche de los Cristales Rotos en noviembre de 1938, y de ahí en adelante. La sociedad alemana dio su apoyo al führer por los éxitos y la estabilidad conseguidos, mientras que el perfil antisemita fue minusvalorado (o convenientemente obviado, según sectores). Pero los años de guerra vieron cómo el azote antisemita alcanzaba cotas de violencia hasta entonces nunca vistas, ante el asombro o la pasividad de muchos alemanes, que hasta el final de la guerra, y en la primera posguerra, conocieron los horrores del exterminio. En una encuesta a finales de los años cincuenta sobre un sector de la población juvenil del norte de Alemania se revelaban, sin embargo, restos del mito de Hitler. Se repetía lo que se consideraba sus logros –acabar con el desempleo en los años treinta, castigar a los delincuentes sexuales, construir autopistas, generalizar el uso de aparatos de radio baratos, establecer el Servicio de Trabajo, rehabilitar a Alemania a ojos del mundo entero–, concluyendo algunos de ellos que Hitler había sido un idealista con mucha buenas ideas, que más tarde cometió errores y que finalmente se convirtió en alguien malo, un loco y a la postre un asesino en masa. Con todo, el eco del mito de Hitler se había diluido hasta mínimos históricos en los años sesenta, reduciéndose al ámbito de los grupos y partidos de extrema derecha. Para la población alemana, el mito ya no existía… y deseaba que ojalá nunca hubiera existido.

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