15 de enero de 2013

Crítica de cine: El muerto y ser feliz, de Javier Rebollo

Acabó la película, comenzaron los títulos de crédito finales... y entonces, tras una hora y media anterior de desconcierto e interés a partes iguales, llegué a la conclusión (más bien fue una sensación) de que había visto una buena película. Realmente buena, pero también distante, rupturista, desalentador y evocador. Muy evocador. De sensaciones y vísceras. La verdad sea dicha, me cuesta definir esta película, me temo que escapa a cualquier tipo de (simplista) etiqueta o categorización. Quedarse en la butaca del cine mientras pasan los títulos de crédito (que también valen la pena ver, aun no contándote nada nuevo, y especialmente escuchar) me permitió tomarme unos segundos en stand by y dejar que fluyeran sensaciones. Me gustó la película, sí, pero no pude evitar removerme en esa misma butaca unas cuantas veces a lo largo del metraje. 

Javier Rebollo se tira a la piscina con esta película, escrita a cuatro manos juntamente con Lola Mayo, y obliga al espectador a mojarse también. Se ha hablado mucho sobre el uso de la voz en off en esta película. Una voz en off que entra desde el principio, mucho antes que el propio título del filme, y que suponen una experiencia metanarrativa desasoegante a la par que fascinante: a medida que avanza la historia de Santos (José Sacristán), un enfermo de cáncer de quien pronto descubrimos que es un asesino a sueldo que no asesina, la voz en off de Mayo y Rebollo (que se reparten la labor e incluso se pisan las intervenciones), incide en la trama, la comenta, la matiza, la contradice incluso. El sonido también desconcierta: a veces se produce el silencio mientras ves que las imágenes están en movimiento o interviene la voz en off, hay disonancias y se juega con la capacidad del espectador para no desesperarse. Rebollo nos cuenta la historia de este pistolero crepuscular llamado Santos, un español de Chinchón (como el propio Sacristán) que cuando quiere habla mal el acento y el estilo argentinos, que se dirige hacia ninguna parte, cargado con una neverita llena de dosis de morfina. Santos se muere, emprende un viaje por diversas provincias argentinas montado en su particular caballo/coche llamado Camborio; acoge/recoge a Erika (Roxana Blanco), una mujer que también ha huido/huye de algo; inicia un último viaje, sin rumbo fijo, cargado con la poca morfina que le queda, una pistola, unas gafas oscuras y una memoria fallida. Por el camino, fantasmas, el recitado de nombres de personas que mató, el paso por diversos lugares como si de un western se tratara, la aridez de lo desconocido, el camino que no lleva a ningún lado.

Película muy ambiciosa la de Javier Rebollo, que fuerza al espectador a ser paciente, a dejarse llevar por un personaje como Santos, sabio y mísero, atractivo y deleznable. El asesino a sueldo que no asesina, el hombre que no sabemos lo que busca. La película tiene múltiples lecturas y el final es más que discutible. Y la sensación que te queda al finalizar la aventura es de desarraigo y pena. Pero, ¿sabéis qué? Vale la pena subirse a Camborio junto a Santos y dejarse llevar..

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