20 de julio de 2013

Reseña de La muchacha de Catulo, de Isabel Barceló Chico

El poeta Cayo Valerio Catulo (c. 86-56 a.C., aunque las fechas son discutibles) se convirtió en el hombre de moda durante unos años en la década de los años 50 a.C. Romano de provincias, de la Galia Cisalpina en particular, cuando aún ésta no había recibido la ciudadanía completa (habría que esperar a la dictadura de César, cuando se “agregó” la provincia a Italia), Catulo pertenecía a una generación de jóvenes que, en términos actuales, se podría decir que se dedicaba a provocar. Los quince años previos a la guerra civil que terminaría con la República como sistema político estable es una de las mejor documentadas de todo el período romano, gracias a fuentes de primera mano como los discursos y las cartas de Cicerón (que, más allá de su breve y exageradamente publicitado exilio, apenas salió de Italia y nos legó una cantidad ingente de información) o los poemas de Catulo. A través de las cartas y discursos de uno y de los poemas del otro podemos indagar en la sociedad del momento: con César en las Galias, Pompeyo y Craso en Roma, Cicerón y los boni u optimates luchando por romper el dominio del impropiamente llamado “primer triunvirato” (no fue una magistratura especial, sino un acuerdo privado y como muchos agujeros), y radicales como Clodio, la Roma de los años 58-52 a.C. fue convulsa. Elecciones amañadas, magistrados corruptos, juicios sensacionalistas, escándalos políticos de primer orden, jóvenes de la nobilitas como Clodio, Celio, Curión o Antonio haciendo de las suyas, dedicándose a provocar y despertar todo tipo de habladurías… y mujeres como Clodia, la hermana del impulsivo tribuno de la plebe. 

Isabel Barceló
Clodia es quizá una de las figuras más interesantes del período y más opacas en muchos sentidos. Lo que sabemos de ella es a través de los poemas de Catulo, su amante ocasional, que la idealizó y convirtió en algo más que una musa, y a la que, tras romper la relación, denigró y despreció públicamente; y de cartas de Cicerón, así como del discurso Pro Caelio, en defensa del joven Marco Celio, también amante de Clodia y luego enemigo mortal, hasta el punto de que Clodia le acusó de querer envenenarla (sobre el ambiente social del discurso de Cicerón, véase este artículo de Carmen Guerrero Contreras en Estudios Clásicos, 118, 2000, pp. 27-49). Cicerón asumió la defensa de Celio en el juicio público y dedicó no pocas pullas a Clodia y su hermano, en un dos por uno particular (el odio entre Cicerón y Clodio iba más allá de lo personal): pintó a Clodia como una borracha y una voraz seductora de hombres, insinuó que mantenía una relación incestuosa con su hermano y se despachó a gusto contra ella, motejándola como la «Medea del Palatino». La lengua viperina de Cicerón y sus buenos oficios oratorios consiguieron la absolución de Celio, que en adelante inició una carrera política navegando entre la demagogia y la radicalidad, ora apoyando a secuaces senatoriales como Milón (asesino de Clodio), ora recurriendo a la violencia para exigir una cancelación de deudas durante la guerra civil de los años 49-48 a,C. Sea como fuere, Celio no acabó bien: habiendo apoyado a César, su radicalidad y uso de la violencia le apartaron de éste (que ni se pasaba por la cabeza cancelar las deudas) y murió en la represión ordenada por el Senado (y con el beneplácito del propio César). 

De Clodia no conocemos datos después del juicio de Celio; de hecho, desconocemos la fecha de su muerte. Hay que decir que los Claudii Pulcri, la familia a la que Clodia y Clodio pertenecían, era, por así decirlo, sui generis. El padre de ambos hermanos, Apio Claudio Pulcro, había sido un leal partidario de Sila en la guerra civil de los años 83-82 a.C., pero no logró medrar políticamente como su linaje, uno de los más elitistas, merecía. Patricios, los Claudios eran conocidos por tener un carácter fuerte e imprevisible. Por tanto, no sorprendió a los habituales del foro de la década de los años 60-50 a.C. que el hijo pequeño de ese Apio Claudio, llamado Publio, renunciara a su condición de patricio para, mediante la adopción por un amigo plebeyo más joven que él, aspirar al tribunado de la plebe (pasando a llamarse Publio Clodio, en la versión vulgarizada del nomen familiar). Que Clodia, una de sus tres hermanas y según las fuentes su mejor amiga –y si hacemos caso de Cicerón, el mayor chismoso de la época, algo más…–, también escogiera la versión «plebeya» del nombre familiar y que (¡oh dioses!) no se resignara a vivir como una viuda discreta tras la muerte de su marido, Quinto Cecilio Metelo Céler (pariente lejano, como lo eran todos en el reducido mundillo de la nobilitas), sino que pretendiera vivir sus mejores años (hemos de situarla en la treintena por entonces) con total libertad y más allá de los convencionalismos sociales… fue todo un escándalo. Pues Clodia, Clodio, Celio, Curión, Antonio, Salustio… pertenecían a ese grupo de enfants terribles de los años 50 a.C.: de fiesta en fiesta, viviendo de la fortuna familiar, despertando la cólera de los sectores más conservadores de la sociedad romana, apostando por las artes y, por tanto, por la poesía de autores como Catulo. Autores muchos de ellos procedentes de la Galia Cisalpina, como Cayo Helvio Cinna –que sería asesinado por la turba en el funeral de César, al confundirlo con uno de sus asesinos –, Cayo Licinio Calvo o Quinto Cornificio; hombres jóvenes, nacidos en la década de los años 80 a.C., influidos por la poesía alejandrina de Calímaco, recién llegados a Roma tras lo que podríamos definir como el Grand Tour a Oriente para formarse y conocidos como los poetae novi. Este es el ambiente que vivieron los protagonistas de La muchacha de Catulo, la breve novela de Isabel Barceló Chico (Ediciones Evohé, 2013). 

Lawrence Alma-Tadema, Silver Favourites (1903)...
o bien pudieran ser unas damas romanas como
Clodia y sus amigas.
Estamos ante una novela corta, muy corta: sus apenas 90 páginas se leen en un suspiro, apenas en un rato de solaz. Con un estilo ágil y echando mano de la técnica de la recopilación de cartas, testimonios, la narración se construye en torno a la relación de Clodia con Catulo en el año 56 a.C. O, mejor dicho, al final de esa relación: cuando Catulo es incapaz de superar el rechazo de Clodia, ya viuda, a su oferta de matrimonio, su amor se convertirá en odio (Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris. / Nescio, sed fieri sentio et excrucior). Clodia se muestra como una mujer adelantada a su época: se niega a seguir lo que manda la tradición (retirarse a una discreta viudedad) y pretende vivir su vida como una mujer independiente. Sin hijos que la aten, sin necesidad de volver a casarse para forjar una alianza matrimonial, Clodia no desea pasar de estar bajo la custodia de un marido muerto (Metelo Céler) a la de uno que se le ofrece (Catulo), algo que éste es incapaz de comprender. Todo el amor que el amante Catulo le ofreció se convertiría en sujeción a un nuevo marido (y, en el fondo, alguien indigno de ser su esposo por sus orígenes sociales). Ahí comienza la enfermedad de Catulo, loco de dolor por el rechazo y de celos al saber que Clodia tiene un nuevo amante (Celio), y sus poemas pasan de la idealización de Lesbia, el nombre bajo el que enmascaraba a quien fuera su amante, a la denigración pública. Catulo escribió muchos poemas de diatriba, como los que escribió contra antiguos amigos como Furio y Camilo, entre otros, o los “dedicados” a figuras políticas como César (y su praefectus fabrum Mamurra) y Pompeyo. La novela sigue ese proceso de destrucción de una relación amorosa a través de diversos puntos de vista: no sólo los dos protagonistas, sino también amigos del poeta como Calpurnio o amigas de Clodia como Pompeya (ex esposa de César) y Antonia (esposa y prima de Marco Antonio). Pero no es sólo el punto de vista de estas mujeres –pues estamos ante una novela de mujeres–, amigas de Clodia, sino también de enemigas como Terencia, esposa de Cicerón, y Cecilia Pilia, esposa de Ático, que en sus cartas critican a Clodia tachándola de mujerzuela. Fulvia, esposa de Clodio y por tanto cuñada de Clodia, se muestra como una mujer que navega entre la filiación con el grupo de amistades de Clodia y sus celos enfermizos, pues no soporta que su marido tenga tan buena y estrecha relación con ella. 

Todos estos personajes –estas mujeres– forman parte de una sociedad elitista, viviendo en mansiones en el Palatino en Roma o, cuando llega el verano, disfrutando de sus villas en Baiae (en la Campania) o en el Lacio, por ejemplo la villa de Clodio en Bovillae. Es un grupo reducido, todos se conocen y todos disfrutan de un estilo de vida desahogado. Hombres como Catulo eran bien recibidos en estos círculos y sus poemas eran conocidos y difundidos. La novela nos muestra cómo los versos de Catulo circulaban con facilidad, copiados con rapidez y vendidos como si fueran best-sellers de la época. Una cena se convertía en todo un acto social, ya fuera en Roma o en las villas de veraneo, y ser invitado a ellas era señal de que el grupo elitista lo aceptaba a uno. Los desvaríos de Catulo, su dolor reconvertido en arma arrojadiza contra la antigua amada mediante los versos viperinos, se convierten en material de chismes y habladurías. Clodia se convierte en una mujer marcada, atacada y despreciada por su antiguo amante, que airea los aspectos íntimos de la relación y alimenta los chismes de los habituales al cotilleo en Roma (empezando por Cicerón). La infamia de Clodia se revertirá cuando ella se niegue a asumir su condición de mujer vil y licenciosa, y ponga a Catulo «en su sitio», asumiendo un rol activo que es impensable e, incluso, inadmisible. 

Con un ritmo endiabladamente ágil, las apenas cien páginas de la novela de Isabel Barceló reconstruyen con verosimilitud unas actitudes sociales, un escenario y una época, y sitúa a las mujeres en el centro del relato: con sus anhelos, miedos y celos. Quizá el lector impulsivo espere más y estas cien páginas le sepan a poco; en mi caso particular he echado de menos más detalles sobre el juicio de Celio, pues la autora trata los prolegómenos pero termina la novela sin entrar de lleno. Pero, quitando alguna que otro error histórico –situar a Marco Antonio en las Galias con César en esta época–, que no influye para nada en la trama, estamos ante una deliciosa novela corta; un «librito» como los poemas de Catulo, que así definía su obra en la dedicatoria a Cornelio Nepote. Un sorbo, una cata, una aproximación, pero llenos de intensidad.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buena la introducción histórica de la novela y estoy de acuerdo con las ganas de mas que deja esta novela. Espero que la gente la lea y de su opinión sobre una obra que destaca por su ingenio y delicadeza.
Gracias por darla a conecer.
Rafael

Oscar González dijo...

Deliciosa lectura...