18 de julio de 2013

Reseña de Para acabar con todas las guerras: una historia de lealtad y rebelión (1914-1918), de Adam Hochschild

2014 será un año de conmemoraciones históricas –del bimilenario de Augusto al trescientos aniversario de la toma de Barcelona en la Guerra de Sucesión española, pasando por los setenta y cinco años del final de la Guerra Civil o los dos siglos del Congreso de Viena–, de esas que tanto suelen gustar al gremio editorial, pues se publican muchos libros sobre un tema concreto que cumple años; y también, por qué no, del colectivo de historiadores, pues nunca viene mal organizar congresos y reuniones académicas, debatir y revisar postulados y puntos de vista, y llegar (o no) a conclusiones de todo tipo. Nunca habrá lecturas definitivas de un hecho, aunque es cierto que hay temas que se prestan a la constante revisión… y otros no tanto. Y la Primera Guerra Mundial no es que sea un tema cerrado ni siquiera trillado, pero no parece que se vayan a aportar nuevas interpretaciones. Si acaso, y eso es lo interesante, podemos acercarnos a lecturas diversas sobre el conflicto: una guerra –la Gran Guerra– que se llevó la vida de alrededor de diez millones de soldados, dejó más de veinte millones de heridos de diversa índole y ocho millones de desaparecidos… y cambió el mundo para siempre. Hay un antes y un después de los días previos a las declaraciones de guerra –entre finales de julio y principios de agosto de 1914–, cuando la idea general de una guerra corta, triunfalista y de rápida resolución se escampó por ambos bandos. Pero, citando a Edward Grey, ministro de Asuntos Exteriores británico en esos primeros días de la guerra, «en toda Europa se apagan ahora las luces: puede suceder que jamás volvamos a verlas encendidas». Y en muchos sentidos no lo hicieron: apenas unos meses después de las multitudinarias concentraciones en las capitales europeas implicadas en la guerra para celebrar su estallido y prometer que en Navidad todos regresarían a casa como vencedores, esas luces ya se habían apagado; al menos en lo que respecta a las ilusiones. 

Adam Hochschild
Comentaba antes que probablemente sobre la Primera Guerra Mundial no se esperan nuevos “descubrimientos”. Se han tratado muchos aspectos en el último siglo: desde el estudio eminentemente militar al cambio en la mentalidad de los combatientes; del concepto, evolución y alcance de la «guerra total» a cuestiones como la revolución dentro de la guerra (Marc Ferro); de narraciones de episodios concretos con un estilo periodístico (Barbara Tuchman) a relatos completos y canónicos (Martin Gilbert), de estudios en los que se hacía hincapié en las consecuencias bélicas en la retaguardia (Hew Strachan) a una visión global (o «imperial») del conflicto (John H. Morrow)… y sólo por citar libros y tendencias (sin ánimo de exhaustividad) que el lector hispano puede encontrar con facilidad en las librerías y bibliotecas. Por tanto, ¿qué puede ofrecer al lector el libro de Adam Hochschild, Para acabar con todas las guerras: una historia de lealtad y rebelión (1914-1918), recién traducido al castellano por Ediciones Península? De entrada, no es una historia al uso de la guerra… en todo caso es una historia británica de la guerra o, si lo prefieren, una historia de la guerra desde el punto de vista de o poniendo el acento en el Reino Unido. Pues Hochschild, a quien el lector algo avezado conocerá por obras como El fantasma del rey Leopoldo (2002) –sobre el genocidio, digamos las cosas por su nombre, en el Congo belga a finales del siglo XIX – y Enterrad las cadenas (2005, ambas también en Ediciones Península) –sobre el largo proceso del abolicionismo de la esclavitud–, ha preferido escoger un país como protagonista, escenario y participante en la Primera Guerra Mundial, seleccionando a personajes británicos y presentando diversos puntos de vista británicos. 

Pero, ¿por qué nos sigue fascinando esta guerra? Citando al poeta y soldado Edmund Blunden, ningún bando «había ganado ni podía ganar la guerra. La guerra había ganado». Millones de veteranos heridos sufrieron el resto de su vida las consecuencias físicas, mentales y morales del conflicto, vivieron en instituciones médicas y hospitales psiquiátricos; sus descendientes, la segunda generación, añadirían al trauma de sus progenitores el suyo propio, pues apenas veinte años después llegaría un conflicto mucho más mortífero. Todos creyeron tener buenas razones para ir a la guerra, pero también los hubo que tuvieron otras tantas para oponerse al conflicto. Y he aquí la explicación del subtítulo de este libro: un libro que es la historia de los que, desde el bando aliado y en concreto británico, apoyaron, lucharon y murieron en, y sobrevivieron a la guerra (la «lealtad») y aquellos que, por convicción, motivos y experiencia se alzaron contra la masacre constante e inimaginable años atrás (la «rebelión»).
«Desde el principio, decenas de miles de personas de ambos bandos reconocieron en la guerra la catástrofe que era. Creían que el inevitable coste en vidas no merecía la pena, y algunos de ellos anticiparon con trágica claridad al menos parte de la pesadilla en la que se sumiría Europa como consecuencia de la misma y lo expresaron públicamente. Además, dijeron que lo que pensaban en una época en la que era necesario tener mucho valor para hacerlo, ya que el ambiente estaba cargado de un ferviente nacionalismo y un desprecio por los disidentes que a veces se traducía en violencia. Un puñado de parlamentarios alemanes se opuso con valentía a los créditos para sufragar la guerra, y radicales como Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht acabarían más tarde en la cárcel, al igual que el dirigente socialista estadounidense Eugene V. Debs. Pero fue en Gran Bretaña, más que en ningún otro lugar, donde un número importante de intrépidos opositores a la guerra obró conforme a sus creencias y pagó un alto precio por ello. Cuando terminó el conflicto, más de veinte mil británicos en edad militar se habían negado a cumplir el servicio militar obligatorio. Muchos también se negaron a cumplir el servicio sustitutorio para no combatientes y más de seis mil cumplieron condena en las cárceles en condiciones muy duras: trabajos forzados, una dieta muy básica y una estricta “regla de silencio” que les prohibía hablar los unos con los otros» (pp. 26-27).
La nada en en Passchendaele (julio-noviembre de 1917)...

Y fueron hombres y mujeres muy diversos entre sí: sufragistas como Sylvia Pankhurst –hija de Emmeline y hermana de Christabel, que pasaron de reclamar con métodos radicales el voto femenino a apoyar activamente al Gobierno británico de un David Lloyd George cuya casa habían atacado pocos años antes–; diputados socialistas como Keir Hardie (amigo de Jean Jaurès); pacifistas como Charlotte Despard (hermana de sir John French, primer comandante supremo del Cuerpo Expedicionario Británico) o Stephen Hobhouse; filósofos como Bertrand Russell, que desde el principio se opuso a la guerra por convicción y que pasó una temporada en prisión, siendo además expulsado de su plaza de profesor en la universidad de Cambridge; oficiales radicales como Albert Rochester, que denunció el tren de vida de la jerarquía militar británica y filtró a la prensa datos sobre la incompetencia militar de hombres como Douglas Haig, sucesor de French; antiguos domadores de circos reconvertidos en activistas contra la guerra en la clandestinidad como John S. Clarke; mujeres corrientes como Alice Wheeldon, condenada por su oposición abierta a la guerra y madre de un desertor, enjuiciada para dar ejemplo en la retaguardia… 

Muchas son las historias de esa «rebelión» a la guerra, antes y durante el conflicto. Del mismo modo que son muchos los ejemplos de los que apoyaron la participación en la guerra: los ya citados French y Haig, los comandantes supremos del ejército británico, incapaces de comprender que la guerra que se estaba librando era un nuevo modelo, en el que la caballería ya no tenía nada que hacer (esperaron hasta el final esa carga clásica que practicaron en guerras anteriores en Sudáfrica, Sudán o la India) y que no dudaron en sacrificar la vida de centenares de miles de soldados en los primeros meses, en batallas como el Somme o en Passchendaele; propagandistas al servicio del Gobierno como John Buchan, novelista y oficial, o Rudyard Kipling, cuyo hijo John desapareció en combate; hábiles aunque incómodos gestores como Alfred Milner, que ya se encargó de dirigir la guerra de los bóers y que terminaría siendo el brazo derecho de Lloyd George y ministro de la Guerra; agentes de inteligencia como Basil Thomson, que no dudó en manipular y mentir para conseguir la condena de los activistas pacifistas; o primeros ministros como Herbert Asquith, que defendió la presencia británica en la guerra a ultranza y protegió a hombres como French y Haig mientras prefería pasar su tiempo en su casa de campo; o el propio Lloyd George, un crítico de la guerra per se en su Gales natal en los años anteriores al conflicto que una vez en el Gabinete, como ministro de Hacienda, Municiones y Guerra, y luego primer ministro, dio prioridad absoluta a la guerra por encima de cualquier otra cosa, poniendo toda la economía al servicio de las necesidades bélicas.
 
No pretendo hacer un dramatis personae de este libro. De hecho, es casi mejor que el lector se sumerja en sus páginas. Comenzando por la primera parte, la presentación de los principales personajes de este drama, y que se inicia con el jubileo de diamante de la reina Victoria (1897), para pasar después a la guerra de los bóers (donde se experimentarían algunas técnicas bélicas que nadie esperaba ver en el escenario europeo, como la guerra de trincheras) y la lucha radical de las sufragistas Pankhurst (antes de sus querellas internas). A partir de ahí comienza el relato de la guerra, año tras año, con los cambios en las mentalidades, innovaciones bélicas (el uso de gases químicos, el tanque), traumas como la neurosis de guerra o la sangría de bajas (muertos, heridos y desaparecidos), que el estado mayor militar no parecía querer detener (Haig recibió muchas críticas, dentro y fuera del Gobierno, por enviar a centenares de miles de soldados a la muerte en operaciones arriesgadas y de un modo casi gratuito)… y sin perder de vista esa oposición diversa (pacifismo, socialismo, comunismo,…) que despertó la guerra en casa, en Gran Bretaña. 

La Targette, uno de los múltiples cementerios británicos en el Somme.
Estamos, pues, ante un libro de lectura ágil, adictiva y, por mucho que uno haya leído sobre el conflicto, sobrecogedora; un libro que entre sus influencias directas está Barbara Tuchman, como Hochschild en el prefacio; un libro que no pretendo ser exhaustivo y que no se detiene en todas y cada una de las operaciones militares que se sucedieron, y que evita a personajes conocidos, prefiriéndose describir a otras personas, cuyas vidas «pese a haber mantenido alguna vez relaciones muy estrechas, se enemistaron tanto debido a la guerra, que rompieron todo contacto entre sí y, de estar vivas ahora, se sentirían consternadas por encontrarse juntas en un mismo libro. Pero cada una de ellas estaba vinculada a una o más de las otras por lazos familiares o de amistad, por ideas comunes o, en varios casos, por un amor prohibido. Y todas ellas eran ciudadanas de un país que estaba sufriendo un cataclismo y en el que, al final, el trauma de la guerra superaría todo lo demás». Personas muy diversas y, como si fuera un calidoscopio, «cuyas vidas representaban respuestas muy diferentes a las opciones que tenían quienes vivieron en una época en la que el mundo estaba en llamas» (p. 31). El resultado es un libro diferente, en ocasiones sorprendente, en otras emotivo, escrito con brío, como si fuera una novela, pero mostrando hechos históricos. Hacia el final, el lector se habrá, a su manera, encariñado con los diversos personajes, conociendo y entendiendo (que no compartiendo) sus motivaciones, y sin una necesidad perentoria de juzgarlos, idealizarlos o condenarlos (aunque resulta fácil). Un libro sobre la guerra que debía acabar con todas las guerras… y que simplemente acabó con la paz. 

«Nunca me di cuenta de lo cansado que estaba hasta que acabó la guerra», escribiría uno de los personajes en 1918. El poeta Thomas Hardy escribió unos versos el 11 de noviembre de ese año, cuando se firmó el armisticio:
Se hizo la calma. El firmamento destilaba clemencia,
Había paz en la tierra y silencio en el cielo,
Algunos pudieron sacudirse la pena y otros no:
el Espíritu Siniestro dijo burlón: “¡Tenía que suceder”,
y el Espíritu de la Compasión susurró de nuevo: “¿Por qué?”.
Ese mismo día la madre del soldado Wilfred Owen, que escribió algunos de los mejores poemas sobre la guerra, recibió la noticia de que su hijo había muerto en combate una semana antes.

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