19 de octubre de 2013

Crítica de cine: El quinto poder, de Bill Condon

Resulta curioso cómo el cine de los últimos años en Hollywood se ha acercado a los cambios revolucionarios de las nuevas tecnologías, básicamente centrados en la relación hardware/software y, especialmente, en Internet. Lejos (e ingenuamente perturbadoras) quedan películas como La red (1995), que alertaban, en los años previos a la popularización de Internet y los riesgos para la seguridad nacional. Algo similar, con el consabido tono grandilocuente, hizo una película como Enemigo público (1998) y los peligros, ya claros, de que un Estado o un gobierno manipulen las tecnologías de la comunicación para fines como la “seguridad nacional”. El cine patriotero a la par que palomitero no entraba tanto en el individuo como motor del cambio, sino en redes, ordenadores, satélites y policías militarizados detrás de todo ello. Matrix (1999) obligaba a reflexionar sobre la identidad del ser humano en un mundo en el que la Tecnología se hacía con los designios de la propia especie humana. El Gran Hermano tecnológico se agazapaba detrás de imágenes (e imaginarios) de la ciencia-ficción, llevados después a series de televisión como Person of Interest (CBS, 2011-) Pero quedaba mucho camino por recorrer. Y llegó el acento en el genio revolucionario, a la par que asocial, excéntrico y (por qué no) peligroso de los últimos tiempos: tres ejemplos han sido el Mark Zuckerberg de La red social (2010), y en este 2013 el Steve Jobs de la película homónima y el Julian Assange de El quinto poder.

Sobre Julian Assange no hay que contar gran cosa, de un modo u otro ha sido una figura que todos recordamos tras WikiLeaks y sus miles de filtraciones en la red, destapando los secretos del entramado militar y la diplomacia mundial. La película de Bill Condon se presenta bajo la etiqueta del falso biopic –falso pues no es estrictamente una biografía del personaje y porque juega, parodia y pone el énfasis en que esta es una versión cinematográfica sobre el personaje–, pero en realidad puede leerse perfectamente como una película sobre los límites de la libertad de información, que sería lo mismo que sobre la propia libertad de expresión. El Assange que interpreta con (un punto de sobreactuación, aunque hay que reconocer que el personaje lo requiere) Benedict Cumberbatch es un autoproclamado mesías de esa libertad y un azote de los gobiernos que manipulan y ocultan información. «Wikileaks no edita, sólo publica», es el lema de una organización que, según a quien le preguntas, es el paradigma de la revolución ácrata en la Red o el súmmum del egocentrismo. Frente a él, las dudas de un Daniel Berg (Daniel Brühl), reclutado por Assange y su más estrecho colaborador hasta su particular «viaje a Damasco». Frente a ellos, y en unos dinámicos títulos de crédito y una primera secuencia –la masiva publicación de datos en 2010– los medios de comunicación tradicionales (el estadounidense The New York Times, el alemán Der Spiegel y especialmente el británico The Guardian), convertidos en colaboradores y aliados momentáneos. En frente, un Gobierno estadounidense focalizado en una alta figura del Departamento de Estado (Laura Linney) y los ataques que tachan a Assange de traidor. Condon construye una película algo larga en metraje, de guión también algo complejo pero rica en reflexiones y susceptible de provocar numerosos debates en facultades de Periodismo y Comunicación Audiovisual. Y tiene claro que el Julian Assange que aquí se nos presenta tiene elementos de los Zuckerberg y Jobs cinematográficos, en cuanto a su visionaria concepción de las tecnologías, y también algunas de sus rarezas y excentricidades (por ejemplo, el cabello ¿rubio o albino?). Assange es un tipo, cuanto menos, insoportable en este versión, tan dependiente de su ego como de crear una revolución a su alrededor y en su propio beneficio. ¿Qué es WikiLeaks? ¿Qué papel le quedan a los medios de comunicación tradicionales? ¿Hasta qué punto es lícito publicar toda la información a disposición de la comunidad si ello puede contribuir a poner vidas en peligro? 

La película empieza por un episodio climático y vuelve atrás para que el espectador conozca los inicios de WikiLeaks… o al menos aquellos que relacionan a Assange con Berg. Episodios diversos de filtraciones de los tejemanejes de bancos y gobiernos ponen a la organización (o a Assange, que es lo mismo) en la óptica de todo el mundo. Condon usa la sugerente imagen de una sala de mesas con ordenadores que se pierde en el infinito como metáfora del alcance infinito de la Red. Buen punto. No resulta tanto el énfasis en la relación del personaje de Linney con un diplomático libio, para subrayar por un lado los tentáculos de las redes de Estados Unidos en cuanto a las relaciones exteriores, y por otro el peligro en que pueden caer informadores, espías y colaboradores si WikiLeaks filtra miles de documentos con sus nombres y apellidos. La película gana enteros cuando reflexiona sobre los límites de la información y los pierde cuando juega a política-ficción. Y en ese sentido hay un cierto desequilibrio, acentuado por el histrionismo de un personaje mesiánico como Assange y la casi pureza y decencia de Berg (¿acaso no sabía a ciencia cierta que lo que estaban haciendo es mucho más que sacar los trapos sucios de los gobiernos, bancos y corporaciones?). Pero resulta interesante también contemplar como la película gira alrededor de temas como la traición o la mitificación del héroe (¿o es antihéroe?) en tiempos en que el individuo ha dejado de creer en ellos. 

Película recomendable e interesante, experimento que induce a la reflexión y cuestiona mitos. ¿Cuáles? ¿Assange o el intercambio de libertad por seguridad?

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