21 de febrero de 2014

Crítica de cine: Nebraska, de Alexander Payne

"—¿Por qué no decidiste ser granjero como tu padre?
—No lo recuerdo; tampoco importa."

Un anciano camina por el estrecho arcén de una carretera en una pequeña ciudad, trastabillando, con ritmo cansado. Un coche de policía se para a su lado, el shérif de turno se acerca al hombre, le pregunta adónde va: el anciano, sin abrir la boca, señala hacia adelante con una mano; ¿de dónde viene?, pregunta entonces, y dirige la mano hacia atrás. Es un hombre con un rumbo marcado, sabe hacia dónde quiere ir, aunque le cueste un enorme esfuerzo caminar; en ese sentido, el espectador de Nebraska recuerda a Alvin Straight (Richard Farnsworth), el protagonista de Una historia verdadera de David Lynch, que montado en una cortadora de césped se dirigía a ver a su hermano enfermo en un particular viaje hacia alguna (ninguna) parte. Pero Woody Grant (Bruce Dern), el anciano con claros síntomas de algún tipo de demencia senil, no va a ver a un familiar, sino que inicia una odisea de más de 1.500 km desde Billings, Montana, para llegar a Lincoln, Nebraska, con el propósito de cobrar el premio de un millón de dólares que ha recibido por carta. Lo que Woody no sabe (¿o muy en el fondo quizá sí y la suya sea una odisea quijotesca?) es que la carta no deja de ser el típcio anuncia engañabobos del que empresas de venta por correo se aprovechan de incautos para que, con la excusa de recibir un imposible premio, se suscriban a una serie de revistas.

Alexander Payne vuelve a senderos ya trazados en su particular manera de plantear una road movie, como ya hiciera con A propósito de Schmidt (2002) y Entre copas (2004). El viaje como vía de conocimiento personal, o en este caso la hermosa historia de un padre, Woody, y su hijo David (Will Forte), que entablan sin pretenderlo una conexión como nunca la habían tenido. David decidirá, por compasión, simpatía, hartazgo pero sobre todo amor, acompañar a Woody a Lincoln a cobrar el millón de dólares. Pero antes tendrán que pasar por Hawthorne, un ficticio pueblo del estado de Nebraska, donde Woody nació, creció y se marchó; donde se casó con Kate (June Squibb), donde tuvo un taller de mecánica que malvendió a su socio Ed Pegram (Stacy Keach), donde algunos de sus hermanos vivieron, murieron y están enterrados, y dónde todavía vive parte de una familia tan numerosa como codiciosa al suponer que Woody va a cobrar un millón de dólares. Y es que la familia... es la familia, para bien o para mal.

Quizá estemos ante una de las películas más hermosas, delicadas, tiernas y también divertidas de los últimos tiempos. Payne retoma un guión que le llegara hace más de diez años sobre un perdedor con demencia senil y alcohólico, y lo convierte en una oda a nuestros mayores, una pequeña epopeya sobre la dignidad y las oportunidades perdidas. A medida que vemos esta película, siguiendo el viaje de Woody y David por las carreteras, la estancia en la casa de los familiares de Hawthorne, donde se reúnen los muchos tíos y primos que felicitan, envidian y aprovechan para sacar la lista de deudas que Woody arrastra desde varias décadas atrás, nos dejamos llevar por una historia que es mucho más de lo que parece. Que Payne haya escogido el blanco y negro para pintar las diversas variedades de grises que rodean el guión de este anciano demente y su paciente hijo, es todo un acierto. Junto a ello una fotografía cuidada y una música que llena los intersticios de la trama, sin hacer ruido y acompañando con buen ritmo el viaje de los dos protagonistas. Que además el espectador intuya que en cada una de las secuencias de la película (los silencios de Woody, sus titubeos y pérdidas de atención; la visita a la vetusta casa familiar; las conversaciones sobre lo manirroto, descuidado e incluso inútil que ha sido Woody; el buitresco revoloteo de viejos amigos y familiares alrededor del anciano, esperando que acabe cayendo algo de ese milloncejo), se refugian, ocultan y en ocasiones asoman pequeñas historias, es lo mejor de la película. Porque te imaginas que hay muchas (pequeñas y grandes) historias alrededor de las tumbas del cementerio de Hawthorne, de la directora del periódico local (novia de Woody décadas atrás), de la relación entre cansancio y cariño de los padres de David... o incluso de los aspectos más oscuros de la vida de Woody (su regreso taciturno de la guerra de Corea, el desgaste de un matrimonio con Kate que no estaba decidido de antemano, la posibilidad de que hubiera tirado su vida y matrimonio por la borda años atrás). Es tan fácil, reitero, colarse en los huecos de esas historias intuidas que Payne apenas apunta pero que no desarrolla... y tampoco es necesario: ya te encargas tú de llenar los huecos.

Es esta, a su vez, una película que nos muestra sin ambages cómo nos afecta la vejez de nuestros padres, te recuerda que los tíos y padres de David y su hermano Ross (Bob Oldenkirk) podrían ser perfectamente los tuyos. Pero Payne no pretende ahondar en una sobrecargada sensibilidad sobre la ancianidad, ni plantear un sentimentaloide punto de vista alrededor de Woody y los personajes que le rodean. La suya es una mirada lúcida, serena, cómica en ocasiones (el drama a menudo echa mano de la comedia para mostrar su rostro) y sorprendentemente vitalista. Esperaba una historia más dramática (y lo es, a su manera), pero sentado en la butaca del cine observas una película que es muy optimista y que te genera un enorme cariño por los personajes y sus avatares. De modo que cuando termina la película, en un tramo final plagado de estupendas secuencias, te sientes emocionado y al mismo tiempo alegre; no confortado, sino seducido por ese padre y ese hijo. 

Nebraska es una de las mejores películas que he podido sentir, disfrutar y comprender últimamente.

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