15 de marzo de 2014

Crítica de cine: Joven y bonita, de François Ozon

Tras En la casa (Dans la maison) –cuya materia prima, por cierto, la obra de teatro de Juan Mayorga, El chico de la última fila, se estrena en Barcelona estos días–, François Ozon decidió seguir apostando por actores jóvenes e historias protagonizadas por adolescentes. Y fruto de ello es una película cuya carta de presentación ha levantado polvareda entre los sectores más conservadores de la sociedad francesa: que una chica de diecisiete años decida, libremente y sin que tenga una necesidad económica, dedicarse a la prostitución. Compleja situación, de entrada, que no debería ser óbice para tratar de ver la película sin apriorismos, sin la etiqueta de "provocador" para Ozon y que, de hecho, debería hacernos reflexionar sobre una cuestión de candente actualidad en este lado de los Pirineos: el control que una mujer ejerce sobre su propio cuerpo. Pues se trata, ni más ni menos, que de eso en momentos en que por nuestros lares está candente la reforma del aborto y muchas mujeres reivindican que sobre su cuerpo no decide nadie más que ellas mismas. Llega pues Joven y bonita), en un momento muy adecuado.

Isabelle (Marine Vacth) siente que su cuerpo es diferente. Las hormonas están a flor de piel, físicamente ya es toda una mujer. Siente deseos. La película se inicia con una secuencia de la joven en la playa del sur de Francia, donde ella y su familia pasan las vacaciones de verano. En una cala solitaria, mira a un lado y otro antes de decidir quitarse la parte superior del biquini. Una sombra aparece: es su hermano Víctor, con quien tiene una especial afinidad (a pesar de ser más joven que ella), quien le dice que ha visto a un chico alemán, Félix, en quien Isabelle se ha fijado. Lo que comienza como una historia de flirteo e iniciación sexual en un verano cualquiera será el punto de partida del proceso que tomará Isabelle alrededor de su cuerpo. Esa "primera vez" ha supuesto para Isabelle, introvertida y aparentemente tímida, la apertura a una experiencia de su sexualidad como nunca imaginó. Y con los deseos, una idea ronda por su cabeza hasta que la hace realidad. Cuando la familia regrese a París y ya sea otoño, veremos a Isabelle vestida como si no tuviera diecisiete años, con tacones, y entrando en un hotel. Se dirigirá a una habitación donde la espera un hombre maduro ("sí, te he engañado con mi edad"), que deja trescientos euros encima de la mesa. Isabelle ha sucumbido a la curiosidad y ejerce la prostitución. Sin miedo, quizá con algo de inconsciencia acerca de los riesgos que supone, pero deseosa de conocer, de experimentar, de sentir.


La cámara acompaña a Isabelle en sus diversas citas con hombres de diversas edades en habitaciones de hotel y coches. La cámara no la juzga, simplemente muestra. Queda en manos del espectador considerar lo que está viendo. ¿Es concebible que una chica que aún es menor de edad pueda dedicarse, sin aparentemente ninguna razón, a la prostitución? Ozon abre el objetivo de la cámara: la familia de Isabelle es acomodada, su madre y su padrastro son personas de mentalidad más abierta de lo que suelen ser los padres al uso, pero no imaginan que su hija tiene una doble vida: estudia en un liceo pero al salir de clase se cambia de ropa, mira el perfil que ha abierto en Internet, coteja las ofertas, establece una cita y acude para ofrecer su cuerpo. Por trescientos euros. Y con clientes diversos. Vemos que no todas las experiencias son iguales y que Isabelle no se droga, selecciona los clientes con cierto criterio (hombres maduros, en muchos casos, y de buen nivel adquisitivo). No hay intermediarios que coarten la libertad de la muchacha: no hay proxenetas ni ella está siendo forzada a prostituirse. Tiene diecisiete años, no se prostituye para pagar sus estudios, atesora el dinero ganado, toma medidas anticonceptivas, simplemente disfruta de su cuerpo, que reconoce por primera vez como el de una mujer adulta... y en el que se reconoce. Ella decide qué hacer con su cuerpo y lo hace con naturalidad.
 
Pero no todo es tan fácil. A partir del momento en el que se descubra a qué se dedica Isabelle en sus ratos libres, entraremos en una nueva dinámica. Lo que resulta natural se tiñe de perversión. ¿Cómo reaccionar cuando te enteras que tu hija se prostituye? ¿Cómo entenderlo? ¿Por qué?, parece ser la pregunta recurrente. Y con ese impacto llega también la hipocresía, que en el caso de la madre de Isabelle es evidente. Ozon no trata de ser efectista ni busca el morbo con un tema tan sensible. Muestra, plantea y deja el debate en manos del espectador. Hay delicadeza (y también cierto exceso de casualidades) y una mirada que no trata de ser condena o de aprobación sin más. Hay personajes como Georges, el cliente maduro con el que Isabelle establece una cierta relación, o como su esposa (una sobria Charlotte Rampling), en el tramo final de la película. Hay matices y la historia trata de no salirse de unos márgenes cotidianos: Isabelle es una adolescente que va a clase, que se relaciona con los jóvenes de su edad, que también se fijan en ella, que quieren intimar, como cualquier joven de diecisiete años. La trama avanza con naturalidad y se nutre de diversos detalles: la relación cercana de Isabelle y su hermano, que también está experimenta su propio despertar sexual; la distancia con unos padres que por muy liberales que se consideren chocan con la decisión que tomó su hija (quizá una decisión no del todo meditada y fruto de un impulso juvenil); el silencio de la joven cuando le pregunten en qué estaba pensando cuando decidió convertirse en prostituta; su disimulo ante amigas del liceo o su actitud de suficiencia ante los muchachos que la pretenden; la ausencia de un dramatismo sensiblero, pues Ozon trata a los personajes, tengan la edad que tengan, como si fueran adultos, con actitudes, decisiones y contradicciones propias. El planteamiento de la película en cuatro etapas –una estación del año– muestra la evolución de la trama: la ligereza del verano, lo que oculta Isabelle en el otoño, la frialdad del invierno cuando todo se destapa, la esperanza de la primavera. Y con cada estación, una canción, que se convierte en particular banda sonora de los estados de ánimo de Isabelle. Una adolescente. Cuando la adolescencia es todo un universo. Pero también con un panorama que se abrirá, ya fuera de la historia de la pantalla: cuando Isabelle sea mayor de edad y nadie tenga control absoluto sobre su vida.

Película muy interesante sobre el deseo, la hipocresía y la búsqueda de la identidad propia, física y personal. Y en manos de un director-guionista que cuenta una historia que induce a la reflexión y el debate moral. ¿Pero qué moral, cuando una joven decide ejercer plenamente el control sobre su propio cuerpo?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

una consulta... no hay libro de esta pelicula? me parece interesante la historia

Oscar González dijo...

Pues no me consta. ¡Saludos!