22 de diciembre de 2015

Reseña de Tierras mártires, de Enrique Gómez Carrillo

El periodista y escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (1873-1927) –quien, como menciona María José Galván, editora de este libro, probablemente sea más conocido por haber sido esposo de Raquel Meller– fue enviado a Francia como corresponsal de El Liberal, periódico de orientación republicana moderada, que durante un breve tiempo dirigió, para cubrir las noticias sobre la Primera Guerra Mundial. Su labor como corresponsal de prensa, parangonable a la de escritores de la talla de Vicente Blasco Ibáñez, Julio Camba, Ramiro de Maeztu y otros tantos, no era nueva: ya había escrito crónicas y libros en numerosos viajes en los años anteriores: Rusia, India, Grecia, Japón, Palestina, Egipto, Argentina… Pero Tierras mártires (Ediciones Evohé, 2015), el volumen que recoge diversas crónicas periodísticas, es una obra diferente en su producción de libros de viajes, como comenta Galván en su valioso prólogo: «deudora de su matriz periodística, el evidente carácter documental, la tensión entre testimonio y recreación literaria, los elementos biográficos y la versatilidad de géneros (narración, poesía, entrevista y ensayo histórico)» (p. 16). Cabe decir, por quien esto escribe, que su brevedad (apenas unas 120 páginas de texto) no es un hándicap para poder valorar esos elementos que se concretan; por el contrario, cada página vale su peso en oro y suponen una agradabilísima sorpresa… aunque ello se tiña a veces también de una sensación de estremecimiento por lo que relata Gómez Carrillo.

Son pocas las páginas de este volumen y esta reseña no va a resumirlas (si acaso a animar a que se lean), sino, de entrada, agradecer y congratularme por el trabajo de María José Galván en la edición (exquisita), y posteriormente comentar algunas sensaciones «personales». Sí que mencionaré que el volumen recoge catorce capítulos que, a su vez, reúnen varias crónicas publicadas en El Liberal en 1917 y 1918. Capítulos que se ubican grosso modo en el frente occidental (de la frontera franco-belga a la franco-suiza) y que se agrupan  en tres bloques: uno primero de corte «geográfico», que recoge las crónicas periodísticas de Gómez Carrillo en Creuil, Compiègne, Noyon y Chauny; otro segundo de tipo «humano», centrado en los refugiados de guerra (franceses y belgas) y en aspectos relacionados con, por así llamarlo, la «vida de los soldados en el frente» (cómo se veía a sí mismo, las cartas de amor que enviaba a sus amadas, los consejos de guerra y la justicia militar; y un tercer bloque que vuelve a la ubicación geográfica (crónicas en Ypres, las cercanías de Noyon, San Quintín, Soissons y Albert). Pero todo esto lo cuenta con más detalle (y mejor) María José Galván en el exordio. Han pasado tres años largos del estallido de la guerra y el autor recoge las opiniones de la población francesa (y refugiados belgas), sus puntos de vista y especialmente sus historias y sensaciones en un territorio asolado por los alemanes, que ocuparon gran parte del territorio galo en el norte y este del país durante prácticamente todo el conflicto. La guerra ha dejado huella, la propia tierra ha sufrido las consecuencias de la ocupación. Uno de los elementos que destaca Gómez Carrillo en algunas de las crónicas es que los alemanes talaron los árboles (imagen que recoge la cubierta), destruyeron el ecosistema, trazaron una herida «natural» en aquellas tierras mártires. Los seres humanos sufrieron en aquella guerra, pero también la propia tierra.

Las crónicas de Gómez Carrillo tienen una sensación de veracidad a pesar de la censura en algunas de ellas (España, formalmente, se mantenía neutral y las autoridades francesas imponían una serie de restricciones a los periodistas);  de hecho, y como apunta la editora, se suprimieron algunos párrafos en los textos enviados a El Liberal, que posteriormente se recuperarían en el libro). El lector tiene la sensación de estar «allí», en pleno frente de guerra… aunque las crónicas del periodista guatemalteco se centren en la inmediata retaguardia, en las ciudades asoladas, abandonadas algunas de ellas, prácticamente destruidas en su totalidad. Durante los años de guerra Gómez Carrillo fue autorizado a acudir al escenario bélico (en ocasiones con otros corresponsales) y su mirada inquisitiva y perspicaz se percibe en las crónicas escritas. Artículos que no se limitan a relatar lo que el periodista «observa», sino que también tienen un fino componente literario, alimentado por la curiosidad del autor, que incide en las consecuencias «materiales» de la ocupación alemana en Compiègne, por ejemplo, al tiempo que destaca lo que significó esa ocupación en una ciudad en la que habían residido (y también habían dejado su «legado») Luis XV, María Antonieta, Napoleón y su (segunda) esposa María Luisa… y en cómo los ocupantes arramblaron con los «tesoros» de la bella ciudad francesa; algo parecido sucedió en Noyon, ciudad de Chilperico y Carlomagno… O qué decir de Ypres «la muerta», ciudad que tuvo un esplendor en tiempos medievales, ocupada, saqueada, destruida, abandonada… «una noble población que dormía un sueño de glorias pasadas al abrigo de todas las ambiciones y de todas las convulsiones del tiempo… Ypres no acariciaba quiméricas esperanzas de poderío ni de esplendor… Ypres era una bella del bosque durmiente que ningún príncipe debía sacar jamás de su lecho de piedra… ¿Quién podía pensar en asesinar a la venerable princesa de las añoranzas?… Y, sin embargo, el asesino ha venido…» (p. 117). El relato de Gómez Carrillo combina la labor del periodista que se deja llevar por las ciudades que una vez ocupadas han vuelto a sus habitantes, que regresan paulatinamente a sus casas (quizá para encontrarse que ya no existen) con la de quien contempla la tragedia con una mirada aparentemente desapasionada pero que no puede sustraerse al horror de lo sucedido; una dicotomía que se trasluce en el quinto capítulo, «Hablando con los que salen del infierno», que recoge algunos testimonios de refugiados –«repatriados» en el texto– que, incluso transcurrido prácticamente un siglo, tiene una pátina de «actualidad» para quienes observamos en la actualidad otro ciclo de «refugiados» de otra guerra también devastadora. Testimonios (unos pocos, pero suficientes) de mujeres, especialmente, que vivieron en carne propia y en la de otras muchas el castigo de la ocupación: muchachas, apenas niñas, que fueron arrebatadas por comandantes y soldados alemanes, convertidas en esclavas sexuales (aunque el periodista es comedido en cuanto a detalles: es el lector quien lee entre líneas y palidece ante la vejación sufrida).

También relata Gómez Carrillo, en el bloque central, sensaciones y experiencias de soldados que combaten en primera línea; de su correspondencia con el hogar o con las madrinas de guerra, en las cartas que el «peludo» envía, contando no necesariamente vivencias del combate o de la vida castrense, sino los anhelos por regresar a casa y sentir el olor de la buena comida, la sensación de desarraigo, el amor a distancia, el puñal de los celos, la nostalgia por el terruño lejano… «Los críticos suelen decir que de toda la literatura de la guerra, lo único que sobrevivirá a nuestra época son las cartas de los soldados… Tanto interés como la obra maestra de un genio, tendrán siempre las confidencias de los guerreros. “¿Os figuráis lo que sería Homero comparado con un soldado de Agamenón que hubiera escrito sus Memorias”, pregunta un discípulo de Stendhal. Nosotros tenemos a ese soldado…» (p. 71). Vuelve a aparecer el escritor dentro de la piel del periodista, y en crónicas como la de la justicia militar, la de los abogados que en su vida civil apenas tienen un reconocimiento pero que al ponerse un uniforme militar y tratar casos militares asumen un respeto que hasta entonces no habían conocido. La justicia que dirime casos de deserción o abandono del puesto por parte de unos soldados que, en algunos casos (y por motivos diversos), vuelven a su lugar y apelan a una justicia que, a la postre, los «condena» a morir en primera línea por la patria… sin que ello signifique necesariamente una injusta sentencia: más bien supone un premio. Gómez-Carrillo destaca lo difícil que supone a los jueces militares tratar casos en los que soldados que se juegan la piel cada día; jueces, «que son hombres, y que oyen la voz de su conciencia, y que conocen las debilidades humanas no pueden inclinarse ante la ley, y buscan un pretexto, por pequeño que sea, para perdonar. […] Sólo un crimen no obtiene nunca piedad en el Ejército: el de traición. Pero no son nunca, o casi nunca, los soldados los que cometen ese crimen» (ps. 92 y 93).

En resumidas cuentas, Tierras mártires es un delicioso y al mismo tiempo estremecedor librito que nos acerca, sin los apriorismos que a posteriori asumimos sobre un escenario de guerra, a la Primera Guerra Mundial desde la crónica periodística y la pluma lúcida. Un volumen que sitúa al lector en una perspectiva geográfica, histórica, personal, y empática con quienes vivieron en aquellas tierras heridas y por cicatrizar. En plena guerra. En aquellos parajes. En aquellos tiempos.

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