20 de agosto de 2014

Reseña de John Maynard Keynes, de Robert Skidelsky

«Por los economistas, que son los fideicomisos, no de la civilización, sino de la posibilidad de civilización».
Brindis de John Maynard Keynes en una cena de celebración de su retirada como editor del Economic Journal, febrero de 1945. 
Es posible que no existiera alguien cuyo legado haya dejado una huella tan profunda como John Maynard Keynes (1883-1946); alguien que ha cambiado el estudio de la economía hasta el punto de influir en el devenir de la historia mundial contemporánea. Su influencia en las finanzas desde la década de 1920 ha sido evidente: previó las consecuencias de imponer unas exigencias económicas imposibles de cumplir a la derrotada Alemania tras la Primera Guerra Mundial (las reparaciones de guerra); comprendió las causas de la crisis bursátil y el camino a la Gran Depresión de la década de 1930; batalló contra el retorno británico al patrón oro en 1925, intuyendo que mantenerse en él ya no iba a resultar útil para las finanzas británicas; batalló por encontrar una manera de que el Estado comprendiera que para que haya prosperidad económica debe haber inversión y gasto, y que el liberalismo clásico desatado, lo que se conocía como el laissez-faire, debía ser regulado (cuando no controlado) por entes estatales (bancos centrales, el Tesoro), pues de lo contrario las crisis recurrentes del primer tercio del siglo XX aumentarían y conducirían al colapso del sistema capitalista. Negoció la deuda británica con Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y, junto con colegas estadounidenses, puso las bases para el sistema financiero de posguerra que se fraguó en Bretton Woods, cuyo legado se mantiene hoy en día en dos de las instituciones económicas de la era actual (criticadas y posiblemente con una necesidad de ser reformadas), como son el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Como concluye Robert Skidelsky en las últimas páginas de esta magna biografía, con Keynes ha habido un antes y un después de modo que, «mientras que muchos economistas son antikeynesianos, ningún economista es prekeynesiano» (p. 1160).

Canciones para el nuevo día (1498/727): "I'm All Over It"

Jamie Cullum - I'm All Over It



Disco: Momentum (2013)


14 de agosto de 2014

Reseña de La buena reputación, de Ignacio Martínez de Pisón

Uno de los inicios de novela más conocidos de la literatura universal es el de Anna Karenina de Lev Tolstói: «Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera». Y a menudo te acuerdas de esa frase mientras vas leyendo este novelón de 650 páginas sobre una familia; concretamente, tres generaciones de una misma familia, más de treinta años de historia familiar, también con la historia española de trasfondo. Un trasfondo sutil, de todas maneras, ya que Ignacio Martínez de Pisón no pretende narrar un Cuéntame cómo pasó (ni, espero, le pasaría por la cabeza): la novela inicia su andadura –tras un prólogo que luego se trenza con su desarrollo– en Melilla, donde en 1950 vive la familia Caro Campillo. Una familia de curiosa mezcla: el padre, Samuel, es un judío (no ortodoxo) que se casó con la católica Mercedes, la hija de un militar, y aunque las dos hijas de la pareja, Miriam y Sara, lleven nombres judíos, la suya no ha sido una educación en las costumbres religiosas judías; válgame Dios, Mercedes, una mujer con carácter, no lo habría aceptado. Son los últimos años del Protectorado español en Marruecos, pronto Melilla pasará a ser, junto a Ceuta, el último enclave español en suelo africano y todo cambiará para una familia que, aún no siendo judía en su totalidad, emprende su particular diáspora.

Canciones para el nuevo día (1494/723): "Put On Your Sunday Clothes"

Barbra Streisand, Michael Crawford & Hello Dolly! Cast - Put On Your Sunday Clothes



Disco: Hello Dolly! - soundtrack (1969)


10 de agosto de 2014

Crítica de cine: Shirley. Visiones de una realidad, de Gustav Deutsch

Edward Hopper (1882-1967) es el pintor que más cercano está a la fotografía en el siglo XX. Su mirada pictórica en muchas ocasiones (parece) evocar la técnica de una fotografía: la perspectiva, las diagonales, la sensación de captar un instante determinado, la posibilidad de detener el tiempo, la plasmación de escenas cotidianas. Obviamente, su pintura no es como una fotografía, aunque, leyendo a Susan Sontag, podría serlo: "Una fotografía no es sólo una imagen (como un cuadro es una imagen), una interpretación de algo real; es también un rastro, algo directamente estarcido de lo real, como una huella o una máscara mortuoria" (On Photography, 2001, p. 154, traducción propia). Quizá la mayor diferencia entre ambos medios es que la fotografía es la imagen directa mientras que la pintura ofrece una mirada indirecta: del objeto o la escena a retratar, pasamos a la retina y las manos del pintor, que lo refleja sobre el lienzo en una intermediación que inevitablemente altera lo que él (nosotros) ha (hemos) visto. Hasta cierto punto un cuadro no deja de ser un trampantojo, un engaño puesto ante nuestra mirada, una figuración o una simulación en la que aquello que se contempla trasciende sus propios marcos (sus límites) y se nos presenta como algo que se proyecta más allá de ese espacio delineado y estrictamente delimitado. Se podría argüir que la fotografía (o el cine) también son un trampantojo, de modo que la mirada a la instantánea no deja de ser ficcional, tamizada por la ilusión y la sorpresa que las emociones y las sensaciones nos inoculan cuando se produce el viaje en nanosegundos de la luz de esa instantánea a nuestra retina. Al contemplar un cuadro de Hopper quizá tengamos esas percepciones, de una ilusión visual que nos hace tener la sensación de ver una imagen del tiempo detenido, como en una fotografía; y que nos preguntemos, a su vez, qué hay en ese cuadro que nos llama tanto la atención, o incluso qué pasa por la mente las personas retratadas, qué piensan o qué dicen cuando varios personajes coinciden en una misma estampa y el tiempo, veloz e inclemente, se detiene para que podamos ser testigos de una escena de realidad.

4 de agosto de 2014

Crítica de cine: Begin Again, de John Carney

John Carney pegó el pelotazo en 2006 con Once, una película sobre cantantes y compositores que se buscan la vida en bares y locales de todo tipo. Su soundtrack fue de lo más escuchado aquel año y se llevó un Oscar a la mejor canción original. Buen rollo, magia y música, buena música. Funcionó, funcionó muy bien. Y he aquí que Carney repite la jugada con Begin Again, pero en esta ocasión cambiamos las calles de Dublín por Nueva York, con actores de peso y un soundtrack que parece prefabricado, hecho para triunfar y petar las playlists en YouTube y Spotify. Y tenemos el aliciente de ver a Keira Knightley cantando, quizá el anzuelo para que muchos se acerquen a una sala de cine y quieran comprobar si la actriz británica canta bien o más bien suelta gorgoritos. A su lado ponen a un Mark Ruffalo que se pone en la piel de un productor que tiempo atrás ganó un par de Grammys pero que ahora, solo y amargado, ya solamente espera encontrar a un cantante con voz propia y autenticidad que relance su discográfica y le haga renacer de sus propias cenizas. Pongamos a Adam Levine, cantante y alma de Maroon 5 para que interprete unas cuantas canciones, interprete a un personaje al que culpar y haga subir las ventas en iTunes. Y, por último, que se vea Nueva York, como personaje que todo lo ocupa, ya sea en sus calles o bajo tierra con el icónico metro suburbano. El resultado podría ser un producto para llenar salas de cine en verano, cuando la cosa está de capa caída (si no hay un transformers o un blockbuster de esos de la peor ralea), hacer taquilla, tomarle un poco el pelo a la audiencia, ofreciéndole un producto que funciona como una novela romántica. La sorpresa es que la película funciona bien, no es una comedia romántica ni busca el happy end que se suele atribuir a estos productos. Y eso es casi lo mejor de todo.

Canciones para el nuevo día (1486/715): "A Fine Romance"

Lena Horne - A Fine Romance


Disco: Lena in Hollywood (1966)