4 de diciembre de 2011

Crítica de cine: La conspiración, de Robert Redford

Robert Redford siempre ha demostrado un compromiso político y crítico con los males de la sociedad. Buena parte de su cine muestran este compromiso, defendiendo al individuo frente a la opresión de un sistema que puede ser inicuo, si conviene. Ya en su anterior película, Leones por corderos (2007), mostró una actitud crítica con la política exterior estadounidense en Afganistan e Iraq y apeló a la conciencia de la ciudadanía, a su necesidad de mantenerse firme ante el pensamiento único. De un modo similar esto se percibe en La conspiración (título aséptico en castellano a partir del original y más viscoso The Conspirator), filme que se acerca a las consecuencias del asesinato de Abraham Lincoln el 14 de abril de 1865. En un país que formalmente no había visto terminada una cruenta guerra civil, el juicio contra varios cómplices del asesino del presidente, John Wilkes Booth, se convirtió en algo más que un proceso judicial. Puesto que el asesinato de Lincoln formó parte de una conspiración de simpatizantes (y abiertamente) sudistas para asesinar también al vicepresidente Andrew Johnson y al secretario de Estado William Seward (que fue atacado y gravemente herido), este juicio fue más bien una venganza en momentos de conmoción que un proceso justo.

Entre las personas juzgadas estaba Mary E. Surratt (Robin Wright), la administradora de una pensión en Washington. Su hijo John había colaborado con Booth y huido tras el asesinato de Lincoln; y mientras que Booth fue finalmente abatido, tras una azarosa búsqueda, John Surratt se mantuvo como prófugo. No así su madre, considerada cómplice y detenida. Y formalmente acusada. Y para defenderla es designado, contra su voluntad, un joven abogado que también había luchado en la guerra, Frederick Aiken (James McAvoy). Aiken no cree que Mary Surratt sea inocente, pero pronto se da cuenta de que el juicio es una pantomima, montado expresamente para condenar a los acusados, a los que dar escarmiento público. Así lo quiere el secretario de Guerra, Edwin Stanton (Kevin Kline): justicia, en su opinión; en realidad, venganza. Y Aiken poco a poco se convencerá de que en tiempos de guerra la justicia, tal y como emana de la Constitución de los Estados Unidos, es otra víctima más. 

A priori la película parece otra película más de juicios, pero pronto el espectador se da cuenta de que no es un juicio cualquiera. Incluso las formas a las que estamos acostumbrados a ver en un juicio, con toda su parafernalia inherente, brillan por su ausencia en esta película; quizá influya que el juicio esté en manos de militares, pero éstos también adoran la parafernalia que rodea a la administración de justicia. Poco a poco Aiken se erige en algo más que el defensor de una presunta culpable (¿lo es, por otro lado?): se convierte en el adalid de la justicia por encima de todo, incluso de los malos tiempos de la guerra. Y ahí encontramos a un Robert Redford que tras la cámara se erige también en portavoz de esa propia justicia. No es inevitable tampoco hacer una lectura presente del caso (la cárcel en la que se recluye a los acusados durante el juicio deviene una decimonónica Guantánamo, con capuchas incluidas).

Con todo, la película tarda en arrancar, en mostrarnos todo lo que quiere narrar. Se entretiene quizá demasiado en el asesinato de Lincoln (como causa de esa venganza, de esa rabia que se se añade a la victoria de un bando sobre otro en una crudelísima guerra civil) y en las dudas (lógicas) de Aiken. Mejora y toma intensidad poco a poco, pero quizá el final resulte demasiado apresurado. Pero estamos ante una sorprendente (al menos para mí, que confiaba poco en ella tras ver el tráiler) película, eminentemente política, pero también susceptible de abrir un debate acerca de la justicia, su propia concepción, y el papel del ciudadano, aunque esté solo en la encrucijada, en un momento de crisis. 

Buen cine, en definitiva.

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