18 de junio de 2012

Reseña de El caballo de César, de Colleen McCullough


Habíamos dejado el 5º volumen de la saga con las cenizas de un cuerpo decapitado en una playa de Pelusium. El lector seguidor de la saga, y el aficionado a la historia, sabe perfectamente de quién se trata. El 6º volumen comienza con su antagonista (adversario, rival, pero no enemigo), Cayo Julio César, dirigiéndose hacia el sur del ya Mare Nostrum, a tierras egipcias, en persecución del derrotado; y ya de paso, a cobrar ciertas deudas que los Ptolomeos tienen con Roma y a poner un poco de orden. Es curiosa la llegada de César y su escaso séquito (en comparación con el que se supone que debe tener el nuevo amo del mundo) a Alejandría: nadie les recibe, nadie les espera. Ninguno de los dos reyes, Ptolomeo XIII y Cleopatra VII, peleados entre sí, está en Alejandría. Y pasan los días, mientras el pueblo alejandrino, propenso al tumulto, a la rebelión y a la violencia (como la dinastía ptolemaica bien sabe), comienza a actuar con la mosca detrás de la oreja. Finalmente llegan los asesinos del Gran Hombre hasta entonces: el mayordomo Poteino, el tutor Teódoto, el general Aquilas. Y con ellos la cabeza del Gran Hombre, confiando en satisfacer a César. Pero a César no le satisface el envenenado regalo. ¿Cómo se atreven esos bárbaros egipcios a asesinar a quien fuera su yerno, a cortarle la cabeza, a quedarse con su anillo? ¡Que Júpiter maldiga su estampa, que caiga la cólera de Roma sobre ellos!

El caballo de César de Colleen McCullough (2002) es un volumen cuyo clímax es el asesinato de César. Debe serlo. El lector sabe que llegará, inevitablemente. Conoce de sobra la historia: en los idus de marzo del año DCCX Ab Urbe Condita, o 44 a.C., Cayo Julio César, dictador perpetuus, fue asesinado por un grupo de senadores, veintitrés para ser exactos, que lo apuñalaron hasta la muerte, en pos de un ideal: salvar a Roma de un tirano, de quien pretendía erigirse en rey, de quien había sepultado la libera res publica en Farsalia, Tapsos y Munda y ahora pretendía viajar a la conquista del vasto imperio parto con una diadema real en sus sienes. Este es el final lógico de la saga, se podría decir. Pero curiosamente cuando se produce la escena, no menos impactante por ser más conocida (y con alguna que otra divergencia respecto a lo comúnmente transmitido), al volumen le quedan trescientas páginas más. ¿Qué pasará ahora?, se dirá el lector. ¿Cómo continuar con una novela, con una saga, cuando el gran héroe ha muerto? Bien, quizá éste sea el menor de los problemas, pues para el lector hispano el gran problema, el enorme defecto de este volumen, es su traducción. Su edición en castellano, si me apuran. Quizá no recuerde un libro con tantos errores de traducción, con tanta falta de criterio precisamente a la hora de traducir, con tantas erratas tipográficas, con tanta desidia en la corrección, con tantos argumentos para que el lector tire el libro por la ventana, se maldiga por haber pagado 22,5 € (en 2003) y clame contra el cielo. Porque, además, el libro no se lo merece. No es el mejor de la saga, ni de lejos; los cinco anteriores son superiores. Pero no se merecía este maltrato, pues es una buena novela. Muy buena en sus primeros dos tercios; el tercio final, ya sin César, no está a la altura, y no porque falte el héroe, sino porque las guerras civiles de los años 44-42 a.C., con la derrota republicana en Filipos de colofón, son pesadas, excesivamente dependientes del relato de Apiano y Dión Casio, erráticas y, a ratos, aburridas.

Cayo Julio Cesar Dictator
Pero no sucede lo mismo con las casi seiscientas páginas anteriores. César vencedor, pero no un César infalible. Si acaso los errores cometidos en la guerra alejandrina lo demuestran; si acaso el permitir que Catón, Labieno, Metelo Escipión, Afranio, Petreyo, los hijos de Pompeyo y gran parte de los republicanos supervivientes a Farsalia  se refugien en la provincia de África y forjen la resistencia. Una resistencia a la postre inútil, como Tapsos y, un año después en los campos hispanos, demostraría. Pero César ya no tuvo rivales de peso. La oposición sana, necesaria y deseable que todo político romano debía tener para dar peso a su preeminencia, no existe. Y César se lamenta. Y también considera que tiene ante sí una tabula rasa. Empezar de cero. Remodelar Roma. Construir un nuevo orden. Sin la oposición cerril de los boni. Pensando en un imperio mediterráneo, no en una ciudad-Estado. Una nueva Roma, un mos maiorum adaptado a los nuevos tiempos. Pero César no es consciente de que tantos cambios no pueden ser aceptados por enemigos perdonados (pero no olvidados), aliados dubitativos y compañeros de armas que se sienten desplazados ante el nuevo Gran Hombre. Y es en la forja de la conjura que finalmente asesinó a César donde destaca lo mejor de este volumen: McCullough se centra en los mariscales (disculpen el anacronismo) de César, en Décimo Bruto y en Cayo Trebonio en concreto. En hombres elevados por César desde una aurea mediocritas como Décimo, o creados prácticamente de la nada como Trebonio. Hombres para quienes César lo ha sido todo y les ha dado todo, pero que no pueden perdonarle que incluso en la hora del triunfo disponga de ellos como subalternos, nunca en igualdad de condiciones. La conjura surge de ambos lugartenientes de César, del despecho, del sordo rencor, de un orgullo herido. Casio y Marco Bruto son relumbrones, nombres que den más prestigio a la empresa, pero no son el alma de la conjura. Es interesante como la esencia de la conspiración surge de los hombres más leales a César. De sus más fieles seguidores.

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Joven Cayo Octavio
Quizá al lector también le llame la atención el papel de un Marco Antonio desafiante ante César, especialmente patán, salvaje, dispuesto incluso a asesinar a César en un momento y, surgida la chispa de la conjura, a no denunciarla, a aprovecharse de ella. La interpretación literaria de la conjura y de sus meses previos nos muestra a un Antonio que ha roto con César, que de hecho ya lo había hecho años atrás, promoviendo el motín al regreso de César de Egipto y Anatolia (veni, vedi, vici). Quizá también le sorprenda la imagen de una Cleopatra alejadísima del tópico de la belleza hollywoodiense, de los ecos del cine, de unja literatura que la ha mitificado. La relación entre César y Cleopatra es intensa, pero no romántica, y el primero asume más el rol de un hermano mayor, de un tutor a menudo complaciente, más que el de un amante deslumbrante. MCullough ya mostró en César una Cleopatra frágil, a la que le falta madurar, y en este volumen (y el siguiente), veremos a una reina de Egipto inconstante, errática en su gobierno, inmadura en muchos aspectos.

Todos estos elementos, y desde luego algunos más, convierten este 6º volumen, al menos en dos tercios del mismo, en una muy buena novela (a pesar de su atroz edición castellana). César debe morir para que la Historia venza. Y de su muerte surge la guerra civil, la discordia, los ejércitos recorriendo Italia de norte a sur. Un heredero: repelente Cayo Julio César Octaviano (aka Cayo Octavio), pronto Divi Filius; frente a él, un león, un Antonio que ve llegado su momento; y frente a ambos, magnicidas y neutrales, asesinos y hombres como Cicerón que creen reverdecer sus laureles. Pero en este tercio final, la novela pierde intensidad. La ausencia de César, a pesar de su hiperpositiva imagen, del empacho que puede tener el lector ante tal atracón de perfección (y, de hecho, tampoco es tanto), se echa de menos. Un personaje total como él no puede desaparecer sin más y que su ausencia no sea percibida. También es cierto que para este lector que escribe, el período de tiempo desde los Idus de Marzo hasta Filipos tiene menos interés, es complejo por la sucesión de ejércitos en liza, por el número de rivales por el poder, por el caos que conlleva. Y es, sin embargo, un período esencial: la forja de un triunvirato legalizado e institucionalizado, que no se romperá hasta mediados de los años 30 a.C., preludio de la guerra civil definitiva. En este tercio de la novela, Casio y Bruto me llegan a hastiar, especialmente en el episodio final; tengo la sensación de que McCullough ha alargado en exceso ese tramo final. Y entiendo sus motivos para terminar en Filipos, a finales del 42 a.C., y para finalizar la saga ahí (probablemente en sus intenciones no estaba escribir un 7º volumen). Muerto César, muertos sus asesinos, muerta la República en sí, la saga ha llegado a su lógico final. La Roma que se disputan los Mario, Sila, Pompeyo, Craso, Clodio, César, Antonio… es otra. Y aunque aún no ha aceptado la idea de un solo gobernante, va camino de ello. 

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