5 de agosto de 2012

Crítica de cine: Los girasoles ciegos, de José Luis Cuerda

Fui a verla anoche. Basada en dos de los cuatro relatos que forman el libro, del mismo nombre, de Alberto Méndez, se trata del retorno de José Luis Cuerda a la gran pantalla tras su excelente película La lengua de las mariposas (1999). Y si en esta última Cuerda nos llevaba a los tiempos previos a la Guerra Civil, con Los girasoles ciegos nos situamos en la primerísima posguerra. 

En Ourense, en 1940, una familia vive entre la clandestinidad y el engaño: el padre, Ricardo (Javier Cámara), un profesor republicano de instituto, prófugo y perseguido por la justicia franquista, lleva escondido desde julio del 36 en su casa, en un refugio entre paredes tras un armario. Trata la familia de llevar una vida normal: la madre, Elena (Maribel Verdú), cuida de su marido y del pequeño Lorenzo (Roger Príncep), mientras ve como su hija mayor, Elenita (Isabel Soriano), embarazada, marcha con su novio (Martín Rivas) a un exilio forzado en Portugal. Las cosas se complican con el nuevo profesor de Lorenzo, el diácono Salvador (Raúl Arévalo): un personaje atormentado, que vé como su fe flaquea tras haber servido como alférez en el ejército sublevado durante la guerra, que ha matado y sabe lo que ello significa, y que se deja llevar por la lujuria cuando conoce a Elena. 

De las dos historias que se narran en la película, la mejor es la del diácono, Elena, el pequeño Lorenzo y el padre prófugo en su propia casa. La segunda, la huida de los dos jóvenes enamorados a Portugal, apenas se toca: si no se hubiera añadido al resto del metraje tampoco se habría notado nada.

El guión de Cuerda y de Rafael Azcona (su último guión) es pausado, contenido, algo maniqueo en ciertos personajes (los falangistas y sacerdotes fieles al régimen). Los diálogos entre Salvador y el rector del seminario al que pertenece (Jose Ángel Egido) son soberbios: a través de ellos conocemos a Salvador, sus cuitas y sus obsesiones, sus miedos y sus traumas. Del mismo modo, Javier Cámara construye con sobriedad a otro personaje atormentado: el padre de familia enclaustrado en su hogar, obligado a esconderse del resto del mundo para salvar su vida. Es curioso: el diácono casi está deseando salir del seminario y del colegio encegado por las caderas de Elena, mientras Ricardo está condenado a mantenerse escondido en su casa, traduciendo textos al alemán para que su mujer los venda y así sacar adelante a la familia. 

La ambigüedad del personaje del diácono se refleja también en unas interpretaciones en general correctas pero carentes de un poco más de profundidad, de emoción si acaso. Raúl Arévalo engola demasiado su voz, Maribel Verdú no acaba de despegarse de retazos de papeles anteriores; quizá sea Javier Cámara quien aporte lo mejor de sí mismo, recitando incluso un poema de Machado, así como Jose Ángel Egido como el Mefistófeles particular del diácono, como su Pepito Grillo, como si supiera perfectamente qué pasa por la cabeza de su pupilo. Las escenas finales, tras el clímax en la narración, quizá son demasiado esquemáticas e incluso redundantes: uno mismo se pregunta si Elena y Lorenzo saldrían tan bien parados como la película muestra, teniendo en cuenta los "crímenes" cometidos (dar refugio y ocultar a su marido rojo). 

En general, una buena película, recomendable, aunque es cierto que esperaba más de Cuerda (y Azcona): quizá el recuerdo de La lengua de las mariposas esté aún demasiado presente.

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