7 de septiembre de 2013

Crítica de cine: La mejor oferta, de Giuseppe Tornatore

"Siempre hay algo auténtico oculto en toda falsificación".

Virgil Oldman (Geoffrey Rush) es el mejor en su especialidad, como tasador, subastador y experto en antigüedades. Es capaz de distinguir una falsificación de una aparente obra maestra auténtica. Es frío, mecánico, incluso tiene un punto de misantropía: siempre lleva guantes, evita tocar a las personas, se limita a no dar señales de afecto o incluso de empatía. No es un hombre sin sentimientos, sino alguien que se ha ejercitado durante años para mantenerse por encima de lo que considera mera sensiblería o incluso parloteo banal. Evalúa, tasa y vende obras de arte con un criterio que nadie le discute. Su vida es aparentemente rutinaria, metódica, aburrida. Lejos de ser cierto, en realidad Virgil atesora en lo más profundo de su intimidad un amor por el arte, sí, pero también por el propio sentimiento en sí, encerrado en una habitación en la que, sin más muebles que una butaca, se sienta para contemplar su vasta colección de cuadros y retratos de mujeres. Los mira y contempla con la pasión de quien nunca ha pasado de la adoración juvenil o incluso pueril. Ese sanctasanctórum es el último refugio de Virgil: su muro no de lamentaciones, sino de fascinante adoración, sentado en su butaca, los libros apilados en el suelo, todo dispuesto para colocar su última adquisición y dejarse llevar por la belleza de los trazos pictóricos, por los colores, por el simbolismo de las imágenes. Por las mujeres que nunca ha conocido y que sabe que no conocerá.

Virgil sólo se quita los guantes en los primeros momentos de esta fascinante película de Giuseppe Tornatore para tocar los lienzos pintados: con sus dedos recorre esas pinceladas, tratando de encontrar quién sabe qué entre las líneas y los trazos que el pintor grabó permanentemente sobre la tela. La mejor oferta comienza con unas secuencias asépticas en las que se nos muestra al personaje en todos aquellos detalles anteriormente mencionados. Conocemos pronto el modus operandi de Virgil para coleccionar cuadros de mujeres: en las subastas que dirige está su colaborador Billy (Donald Sutherland), quien puja también por los lotes en liza, sabiendo perfectamente cuál es el objeto del deseo de Virgil. Nadie debe saber que son colaboradores y todo se ofrece bajo mano. Todo resulta perfecto y nada aparentemente debe cambiar en una vida que, bajo esa máscara de gélida elegancia, esconde la frustración dle hombre que no lo tiene todo, que busca en el atesoramiento de obras de arte la intangible sensación de la soledad. Pero, como el espectador espera, debe haber un elemento imponderable que remueva los sólidos pilares de la estabilidad virgiliana: y eso es el empeño de una misteriosa joven, Claire Ibbetson (Sylvia Hoeks), que insiste en que Virgil tase y catalogue las numerosas antigüedades y obras de arte que acumula la villa en la que reside, y que pretende vender tras la muerte de sus padres. Y aquí comienza el desafío de Virgil y la apuesta de Tornatore: Claire se comunica con Virgil por teléfono, le da plantones constantemente, llama para disculparse y pedir que Virgil acuda a la villa y observe los tesoros que contiene. Poco a poco, Virgil supera sus reticencias ante lo que considera que es un comportamiento caprichoso de Claire, y accede a su petición. Comienza el inventario de piezas artísticas de todo tipo y a su vez el derrumbamiento interior de Virgil.

La trama de esta película es en muchos aspectos previsible e incluso tópico: hombre maduro (no es baladí el apellido) queda seducido por el misterio que rodea a una joven. Un misterio que se acrecienta ante la agorafobia que padece Claire y que le impide salir de la villa, en muchas ocasiones incluso de las estancias que ocupa. La relación entre Virgil y Claire se forja en las conversaciones, primero vía telefónica y luego a través de las paredes, para llevarnos al punto en el que ambos deben dejar de lado sus reservas y optar por un encuentro cara a cara. Tornatore se toma tiempo, mucho tiempo, en mostrarnos ese proceso, pero esto no es lo interesante de su película. Es en las imágenes en donde el espectador queda realmente atrapado por la belleza inmanente de la película. Si me ha gustado esta película, y me ha gustado mucho... no, no es la palabra que quiero utilizar: si me ha fascinado (sí, esa es) esta película no es por la trama sino por el simbolismo y la referencialidad que rodea a la misma. La trama se alarga en exceso (a la película le sobran al menos veinte minutos de metraje), ves venir de lejos el clímax y luego se toma demasiado tiempo en explicarte los vericuetos de ese clímax y del propio final del filme. Y nada de eso es importante en la película: lo es el juego de espejos entre ambos personajes (Virgil, el hombre que tiene en su rincón privado tras un armario y una puerta acorazada; y Claire, que halla el refugio seguro en las habitaciones ocultas y tras paredes pintadas al fresco). Lo es también el juego de migas de pan a lo Hansel y Gretel que supone el hallazgo de piezas de un autómata por parte de Virgil; unas piezas que éste lleva a su restaurador de confianza, el joven Robert (Jim Sturgess), de habilidad entusiasta en su negocio (así como de seductora conquista de mujeres jovenes; he aquí otro espejo divergente respecto a Virgil), y que poco a poco conforman un androide construido siglos atrás y que, en su fase de inversa deconstrucción, nos llevan poco a poco a plantearnos que hay detrás de ese rastro, aparentemente casual, de ruedas dentada y engranajes desperdigados por los sótanos de la villa de Claire. Queda también de la mujer enana y tullida que lo recuerda todo, y que Virgil ignora cada vez que acude a la taberna situada delante de la villa de los Ibbetson. Y lo es sobre todo el juego constante entre la autenticidad y la falsificación, entre la verdad y el fraude, entre los sentimientos ocultos y la explosión de pasión que sucede una vez los liberamos. "Siempre hay algo auténtico oculto en toda falsificación", repite Virgil en un par de ocasiones. ¿Lo hay también cuando se trata de pasiones como el amor?  

"I'm waiting for someone".
Lo reitero, es esta una película que importa más por lo que se muestra que por lo que en realidad se explica. Es la imagen lo que nos entra por los ojos y quedamos fascinados por los colores, las texturas, los trazos de las obras de arte... y la obra de arte humana: "What a piece of work is a man", declama Hamlet en la obra shakesperiana, y recordamos esas palabras al contemplar esta película de Giuseppe Tornatore. Una película que vemos y especialmente escuchamos: el score de Ennio Morricone complementa la belleza visual con la propia hermosura musical, dotando de melancolía (inherente al compositor) y fragilidad la aparente máscara que acarrea Virgil. Una película que sería pueril catalogar de obra de arte, aunque se acerque a ello. Pues nos sentamos ante la pantalla y la contemplamos, como hace el propio Virgil en su museo personal.

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