23 de septiembre de 2013

Reseña de Carpe diem: lecciones de vida con Horacio, de Harry Eyres

Cuando te acercas a los clásicos en la juventud y primera adultez, no es precisamente Horacio uno de esos poetas que consigan atraparte de entrada. Esos años vitales requieren poemas y poetas más impactantes, y sin duda Catulo consigue darte esa dosis de pasión, procacidad y provocación. Catulo, con sus odi et amo, vivamus Lesbia mea o incluso pedicabo ego vos et irrumabo –dejo en manos del lector el placer culpable de buscar la traducción exacta de este último verso–, me decía por entonces mucho más que Horacio con su dulce et decorum est pro patria mori. Y, sin embargo, el sureño, bajo, regordete y a priori más “aburguesado” Horacio te recordaba aquello de carpe diem, mientras el norteño, moreno y excesivo Catulo podía conducirte a la desesperación producida por el despecho amoroso y la rabia que era incapaz de reprimir. Con el paso de los años, la impulsividad de la juventud se atempera y entonces te das cuenta de que Horacio te aporta más de lo que entonces pensabas e, inevitablemente, surgen en tus labios versos que recordabas de toda la vida: nunc est bibendum, beatus ille qui procul negotiis… Y quien pudiera parecerte un poeta al servicio de o incluso vendido al poder, en realidad era un soñador permanente, un inconformista reluctante y un tipo que te invitaba a beber una copa de vino, recordándote constantemente que debes disfrutarla.

Harry Eyres
Leyendo Carpe diem: lecciones de vida con Horacio de Harry Eyres (Ariel, 2013) he recordado por qué Horacio es un poeta a reivindicar y, especialmente, me he sentido (muy) identificado con el autor en ese viaje vital y literario que durante años ha emprendido (lamentablemente no puedo compartir su pasión enológica, y sólo por el hecho de que, aunque lo quisiera, no me gusta el sabor del vino, qué le vamos a hacer…). Digamos, lector, que este libro te atrapará si sobre todo eres un amante del mundo clásico y de su literatura, y has recibido o cultivado una educación por los autores griegos y romanos. En estos tiempos en que el latín ha dejado –muy lamentablemente– de ser una lengua de estudio obligatorio, y en el que la cultura clásica se ha convertido en algo que evoca nostalgias arcádicas que casan poco con las velocidades actuales, volver a Horacio y su poesía seguramente no es tan apreciado como debiera. Y comento lo de las velocidades pues Harry Eyres, a través de su columna «Slow Lane» en el Financial Times, es uno de los máximos difusores del Slow Movement, una corriente cultural que promueve un estilo de vida tranquilo y sin prisas. Y, claro, de aquí al carpe diem horaciano no hay más que un paso. Pero, entendámonos, carpe diem no tanto en su significado de «aprovecha el momento» (en cierto modo, qué daño ha hecho una película como El Club de los Poetas Muertos para entender los versos de Horacio), sino en una idea que va un estadio más allá: «disfruta el día, el momento, no te dejes llevar por las prisas, coge ese instante y paladéalo, saboréalo, siéntelo».
 
Decía antes que me identificaba plenamente con Harry Eyres a medida que avanzaba en la lectura de su libro. Y es cierto, aunque su vida y la mía sean tan radicalmente diferentes. Pero hay una base común: el amor por los clásicos. En su libro, Eyres no nos cuenta la vida de Quinto Horacio Flaco (c. 65-8 a.C.), al menos no con un estilo lineal y propio de una biografía al uso; y sí que nos detalla muchos detalles de su propia vida, de modo que el autor se convierte en personaje cuyas andanzas y especialmente cuitas vitales o intelectuales son parejas a las del poeta latino. Ya desde joven Eyres cultivó la lectura y el estudio de la poesía de Horacio, ya fuera en la escuela primaria, en Eton o en su estancia en Cambridge. En todos esos períodos aprendió mucho sobre los versos de Horacio, pero en muchas ocasiones la lectura estaba encasquetada en una interpretación (o incluso una traducción) demasiado literal. No tuvo profesores que fueran más allá de explicar los temas sobre los que hacen referencia los poemas de Horacio, sin salirse de una aproximación filológica demasiado encorsetada. Horacio apareció y desapareció en la vida de Eyres al tiempo que él buscaba su lugar en la vida, heredaba la pasión por los vinos de su padre (criado, de hecho, en el negocio enológico de su progenitor), intentaba escribir una tesis doctoral sobre la influencia de Horacio en poetas contemporáneos como Ezra Pound, trabajaba como periodista o escribía críticas de teatro o gastronómicas. El viaje que suele ser compañero de la experiencia vital se fue acercando al recuerdo constante de Horacio, y llega un momento en el que algo significa esa pasión por el poeta de Venusia cuando arrastras por aeropuertos de todo el mundo el viejo y gastado volumen de la colección Loeb de tapas rojas, y cuyas páginas hojeas, relees y sobre ellas escribes. Algo hay, ¿verdad? Y Horacio vuelve a tu vida una y otra vez…
 
Horacio imaginado por Anton von Werner.
A través del relato de su experiencia personal, Eyres encadena una sucesión de reflexiones sobre el legado de la poesía de Horacio. Y de esas reflexiones resurge la biografía horaciana, de modo que recuperamos al poeta romano y sus propias experiencias vitales. La pasión amorosa de un Horacio que componía versos en la cuarentena con una sonrisa irónica en sus labios, como si el hecho de escribir sobre una joven o sobre un muchacho no fuera incompatible con la necesidad de sentir algo, casi olvidado quizá, pero siempre permanente. La libertad del poeta que se ha relacionado con los círculos del poder y que incluso ha participado de alguna de sus campañas propagandísticas (el Carmen Saeculare, por ejemplo, para conmemorar los juegos seculares y enaltecer el retorno a las tradiciones religiosas que Augusto trataba de impulsar) no está reñida con una independencia personal. La amistad con Mecenas, uno de sus valedores –y eso que Horacio luchó en Filipos en el bando enemigo del joven Octaviano y de colaboradores suyos como Mecenas–, no significa la rendición incondicional a quien, tras no pocos esfuerzos, le conseguiría la villa sabina a la que el poeta se retiraría, huyendo de las aglomeraciones de la capital y de la complacencia con el poder. Para Horacio la poesía es experiencia personal, más que construcción ideológica como la que cultivó su íntimo amigo Virgilio. Horacio prefería la brevedad de la oda a la ampulosa prolijidad de la epopeya, y sus odas son una buena muestra de ello. Y de su mano nos aproximamos al mundo que vivió, a la Roma de los poetas elegíacos, de Mecenas y Augusto, de la vida en una villa a decenas de kilómetros de la Gran Ciudad, a la manera de sentir la religión al margen de las grandes doctrinas o a la amistad, pura, sencilla y verdadera.

El libro de Eyres, pues, se lee –podríamos decir que se saborea– con la doble óptica biográfica, la del poeta y la del autor reconvertido en personaje. Al mismo tiempo, y parafraseando el subtítulo, se convierte en una pequeña colección de lecciones vitales. No se preocupe el lector, no estamos ante uno de esos libros de autoayuda y (supuesto) crecimiento espiritual: Horacio –y Eyres– tienen mucho que contarnos (más que enseñarnos) a través de sus versos, y de la experiencia vital surgen pequeños consejos (más que lecciones) que considerar… si uno quiere. Eyres constantemente remite a los versos de Horacio, pero sabiendo que la poesía en sí misma es atemporal cuando no realizamos una lectura literal (y cuando no la convertimos en una pieza de museo), realiza traducciones libres de algunos de sus poemas, de modo que aparecen personajes o situaciones más modernas, como el primer ministro británico Harold Macmillan o la guerra de Irak, o cuando en vez de un Falerno napolitano clásico prefiere transcribir un Brunello como variedad de vino.
 
Leer este libro (concluyo) quizá haya sido una de las experiencias personales más deliciosas que haya tenido en los últimos meses. Me ha recordado al poeta romano que, como Eyres, aprendí a saborear con el tiempo, y me ha hecho sentir que, en muchos sentidos, uno no es muy diferente de cómo era Horacio hace veinte siglos…y que quizá no compartamos el placer de una copa de vino, pero lo que subyace en ella, como la vida misma, es algo irrenunciable, siempre nuevo y permanentemente necesario.

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