2 de enero de 2014

Crítica de cine: A propósito de Llewyn Davis, de Ethan y Joel Coen

Que Ethan y Joel Coen sienten predilección, casi obsesión, por los perdedores... es casi un tópico. No hay más que repasar su filmografía para encontrar a toda una serie de personajes perdidos en la nebulosa de sus propias contradicciones, tropezando varias veces con la misma piedra, incapaces incluso de entender por qué les pasa lo que les pasa... y por qué no ponen algo más de sí mismos para tratar de salir de esa deriva hacia la nada. El Llewyn Davis de esta película es el último de una larga serie (Barton Fink, Sangre entre las flores, Fargo, El Gran Lebowski, El hombre que nunca estuvo allí, No es país para viejos, Un tipo serio) de losers, de panolis, de tipos anodinos, de personajes inmaduros que trata de tirar hacia adelante... y no lo consigue. Pero, en esta ocasión, nos acercanos a la historia de este particular Sísifo para poner la óptica en el ambiente y en la época, de una manera muy sutil: el Village neoyorquino de principios de la década de 1960. El microuniverso de los cantantes folk. La historia de un perdedor, la cara B de uno que, a diferencia de Bob Dylan, no triunfó, aun teniendo talento.

Porque Llewyn (Oscar Isaac) tiene talento, eso es innegable. Pero le falta constancia, responsabilidad, compromiso y especialmente madurez. Un tipo que sobrevive durmiendo en los sofás de amigos y admiradores, que no tiene un hogar propio y que va trampeando en busca de la gran oportunidad. Formó un dueto que se rompió tras la muerte absurda de su compañero, grabaron incluso un disco, pero Llewyn no ha podido o no ha sabido seguir adelante. Busca la oportunidad de grabar un disco que le lance al estrellato, cuando la música folk está en proceso de reconversión o incluso de irse al olvido en una década que comienza, como el invierno de Nueva York, muy fría y pronto entrará en una contracultura que deja a los tipos como Llewyn fuera. La odisea de Llewyn (como la de los protagonistas de Oh Brother) le lleva de un lado a otro, de un bar a una audición improvisada en una vacía sala de fiestas de Chicago, de un sofá a otro, de una discusión a otra... incluso de un gato a otro. Los Coen siguen a este Odiseo folk en busca de su particular Ítaca, tropezando por el camino con extraños músicos (John Goodman, Adam Driver), con una pareja que le ha acogido (Carey Mulligan y Justin Timberlake) y que también simbolizan ese horizonte folk que pronto quedará arrinconado por la llegada de los Beatles y los Rolling Stones.

Del mismo modo que otro personaje con nombre galés, el Llewelyn Moss en No es país para viejos, huía de sí mismo y de la muerte, este Llewyn Davis realiza su viaje a ninguna parte. Incluso cuando decide sentar cabeza y volver al oficio paterno en el que se cruió (la marina mercante), su incapacidad para comprender qué significa adquirir un compromiso y mantenerlo le alejan de la redención. Siempre quedará la guitarra y las canciones folk, que suenan todas muy parecidas, pero no hay más etapas en ese camino. La película de los hermanos Coen es algo lenta en su desarrollo, circular en su planteamiento (con flashback inicial que luego tiene su explicación) y en cierto modo desasosegante y falta de esperanza. Como muchos de los personajes coenianos, que al final, por mucho que hagan (o no), no tendrán esa salvación final, ese happy end que la vida les ha condenado a no tener. Pero es el camino, el viaje sin final, lo que nos atrapa de esta película (como suele ser habitual en las películas de los dos hermanos), con esa mirada fría y apagada a un espacio musical que nos traslada a una época que hace decenios que ya no existe. Sigue Pete Seeger en la brecha, pero cuántos Llewyn Davis se quedaron en la cuneta o en los callejones traseros de los clubs y locales musicales...

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