29 de julio de 2014

Reseña de Año cero. Historia de 1945, de Ian Buruma

En Alemania, año cero (1948). Roberto Rossellini cuenta la historia de Edmund, un niño de 12 años que trataba de sobrevivir en un Berlín en ruinas. O mejor dicho, la historia del Berlín de posguerra a través de los ojos de un niño que toda su vida ha vivido bajo el nazismo. Y el neorrealismo de la película, como en Roma, ciudad abierta (1945), se centraba en los sentimientos, sensaciones y expresiones de un personaje en un mundo devastado por la guerra. Edmund luchaba por sobrevivir y por ayuda a su familia pero su final, en soledad y sin apenas abrir la boca para gritar, era el corolario del final de una era y el inicio de nuevos tiempos. Un año cero comenzaba en 1945, pero no sólo en la Alemania en ruinas: el mundo entero parecía (re)nacer de nuevo. Parecía, pues de las cenizas del nuevo mundo no podía nacer otro prístino e inmaculado, por mucho que lo intentaran los vencedores, y se producía una sucesión de venganzas, hambre y regresos al hogar. Venganzas espontáneas y castigos legalizados; hambre entre los derrotados y racionamientos que en la Inglaterra vencedora habrían de durar hasta 1952; movimientos de población que supondrían rehacer, y esta vez hasta el fondo, la Europa de las nacionalidades.

Ian Buruma
Ian Buruma toma el ejemplo de su padre para contar la historia de un año cero, 1945, que éste vivió plenamente. El final de la guerra lo sorprendió en un campo de trabajo en Berlín y, como millones de personas en todo el mundo, fue testigo de los meses posteriores al final de un conflicto que había afectado a todo el mundo. ¿Qué sucedió entonces? ¿Cómo se recompusieron las cosas después de seis años de guerra, ya fuera en Europa o en Asia? ¿Se trataba sin más de retomar lo que se había dejado, en su momento, para empuñar un fusil? ¿Cómo hacer frente al problema de hacerse cargo de millones de personas sin hogar, sin nada que llevarse a la boca? ¿Qué hacer ante la venganza instintiva de quienes hasta entonces habían sido sojuzgados y reducidos a una miseria infrahumana y que, al cambiar las tornas, castigaban a sus castigadores? ¿Podía la paz, que en la fundación de la Organización de las Naciones Unidas en San Francisco era elevada a la categoría de sueño hecho realidad, triunfar sin que ese sueño no fuera más que una utopía inalcanzable? El año 1945 inauguraba muchos proyectos que pronto se verían enterrados; y 1989 sería la tumba de ese año cero, iniciándose otro nuevo que, a su vez, sería enterrado en 2001, y luego en 2008… y la rueda sigue girando.

El libro de Buruma no aporta (muchos) datos nuevos que no hayamos leído en obras recientes de Keith Lowe o Tony Judt, por poner dos ejemplos, pero la mirada sobre el Japón devastado y el Asia Oriental casi reducida a escombros quizá sea lo más cercano a una mirada nueva que Ian Buruma (especialista, precisamente, en el mundo asiático contemporáneo) pueda presentar. La posguerra, que Buruma centra en ese año 1945 (aunque en ocasiones apunta detalles que trascienden esta fecha), fue una época de exultación, reconstrucción y castigo. Alegría por el fin de la guerra, a pesar de las restricciones alimentarias o del hambre de los millones de personas que los bombardeos en Alemania, Italia y Japón dejaron sin hogar; un hambre que en los Países Bajos de la familia Buruma fue especialmente atroz, a causa del bloqueo alemán tras la campaña de Market Garden. Pero los neerlandeses recibieron alimentos vía aérea –con lanzamientos desde los bombarderos que en otras misiones habían dejado caer bombas sobre suelo alemán–, mientras que alemanes y japoneses sufrieron el hambre en los meses (y años) posteriores a la rendición incondicional de sus países respectivos. El hambre y el castigo, ya fuesen depuraciones como en Francia, ejecuciones en Alemania, juicios sumarísimos o largos procesos como el de Núremberg. Buruma destaca las diferencias en el proceso de reconstrucción de ambos países: a la compleja (y hasta cierto punto inútil) desnazificación alemana se compara un proceso de desmilitarización en Japón que trataba de depurar responsabilidades entre la jerarquía nipona que había conducido al sojuzgamiento de gran parte del Asia oriental, pero que a la postre no supuso unos juicios de Núremberg a la japonesa; la política de captura, juicio y ejecución de destacados líderes nazis no tuvo un émulo (quitando algún proceso que trataba de ser sonado, como el del general Yamashita Tomoyuki) en el caso japonés. De hecho, muchos destacados dirigentes japoneses, militares, científicos e industriales sobrevivieron sin ser molestados, todo fuese en aras de la reconstrucción de un país que abrazaba el pacifismo (incluso en un artículo de su Constitución) y trataba de pasar página… aunque el pasado siempre estaría presente para aquellos países, de China a Filipinas, de Indonesia a Corea, que sufrieron la ocupación explotación de sus recursos.

Estatua derruida del rey Segismumdo en Varsovia.
Hambre, venganza y regreso a casa. Las migraciones forzosas, como relatara Keith Lowe en su libro, afectaron a millones de personas en Europa (en menor medida en Asia oriental), y forzaron el desalojo de minorías de diversos territorios, para hacerlas regresar por la fuerza y que la mayoría de aquellos países anteriormente ocupados por la Alemania nazi ocuparan el espacio vacío. Los judíos sufrieron el calvario del regreso a casa, del ninguneo e incluso la culpabilización de su propia situación. Millones de alemanes en la diáspora fueron expulsados brutalmente de sus centenarios hogares, que pasaron a ser reutilizados por checos, polacos, ucranianos o húngaros. Lo mismo sirvió para estas minorías en diversos países, reubicadas en función de designios políticos (básicamente los de la URSS vencedora y los satélites comunistas que en 1945 poco a poco se iban forjando). Buruma incide en los procesos de castigo de los colaboracionistas japoneses en Asia oriental y en los movimientos de población en Corea, Filipinas, Indonesia, Malasia y China; y en cómo las poblaciones coloniales se enfrentaron a las potencias europeas, como el Reino Unido, Francia y los Países Bajos, que pensaron, sin más, que el final de la guerra suponía la recuperación de aquellas colonias arrebatadas por los japoneses. Las semillas del proceso de descolonización están en 1945 (y antes), del mismo modo que la forja de la China de Mao o la India de Gandhi y Nehru. El nacimiento de la ONU como heredera de la vieja Sociedad de Naciones no significaría el mantenimiento del viejo estatus colonial, y las negociaciones para la creación de un internacionalismo que superara las heridas del (viejo) nacionalismo fueron arduas y finalmente estériles: Stalin no iba a dejar que cambiara todo para que quedara fuera igual que antes, y el mundo que creó en 1945 se mantendría hasta la caída del muro de Berlín en 1989.

El libro de Buruma pone también el acento en las mentalidades, diversas y complejas. La mentalidad de la venganza y la imposición de un castigo según un estado de derecho que permitía legitimar la primera, pero que a la postre sería estéril: la justicia y la reparación fueron desiguales, como los procesos de depuración en Alemania y Francia demostrarían. La mentalidad de tratar de (re)educar a las bestias fascistas alemanas o militaristas niponas, para que reincidieran en sus «pecados», y que también fueron desiguales: el temor al comunismo primó por encima de la (re)educación, de modo que al final los vencedores primaron la búsqueda de apoyos entre las élites vencidas que la idea de volver a traer a la civilización a quienes se habían apartado de ella. La mentalidad de crear un mundo nuevo con la paz como bandera (la ONU como garante de la misma), pero que al final terminó con Cinco Grandes con veto y una Asamblea General en la que se podía hablar y denunciar, pero no decidir. La mentalidad de quien trataba de sobrevivir entre las ruinas, de aquellos como Edmund, que luchaban por un trozo de pan. Alemania (y Europa oriental) recibirían el Plan Marshall y Japón la libertad (y la tranquilidad de que no serían molestados) para que los zaibatsu y los grandes conglomerados industriales que habían armado el monstruo militarista pudieran realizar el «milagro japonés». La mentalidad de las mujeres neerlandesas, alemanas o japonesas que veían en los soldados aliados algo más que la fantasía sexual del liberador. O la mentalidad de un pueblo como el británico que, apenas rendido el enemigo alemán, desalojaba del poder mediante las urnas al victorioso Winston Churchill, para dárselo a los laboristas de Clement Attlee, con la idea de que el año cero debía empezar con otro primer ministro para hacer frente a los desafíos de la paz… y el resurgir de la exhausta Britania.

En conclusión, Buruma nos acerca a ese reset, a las bases de un nuevo mundo que no podía comenzar sin los despojos del que fenecía entre ruinas. A las secuelas, los traumas de la guerra y, también, las esperanzas e ilusiones de la paz. Una paz que sería muy difícil gestionar.

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