16 de octubre de 2014

Reseña de El surgimiento de la cultura burguesa: personas, hogares y ciudades en la España del siglo XIX, de Jesús Cruz Valenciano

La muerte de Isidoro Álvarez, presidente de El Corte Inglés, hace unas semanas me hizo pensar en que desaparecía un estilo de empresario que ya no se estila: un hombre hecho a sí mismo que entró a trabajar muy joven en la empresa de su tío, Ramón Areces, compaginando el oficio con la carrera de Económicas y Ciencias Empresariales. Álvarez, como un Mr. Selfridge español de la segunda mitad del siglo XX, fue un devoto católico pero con mentalidad empresarial protestante. Un hombre que trabajaba casi cada día (obligando a sus directivos a hacer prácticamente lo mismo), y que solía presentarse, sin anunciarse previamente, en las diversas tiendas de sus grandes almacenes para observar de cerca cómo funcionaban y cómo atendían los dependientes a la clientela, una de sus obsesiones. Pensar en El Corte Inglés, por otro lado, lleva a recordar la expansión de la empresa desde los años del “desarrollismo”, en la década de 1960, y en la creación de una marca propia: desde siempre El Corte Inglés ha simbolizado un tipo de tiendas pensadas para todas las capas sociales, pero con una mentalidad y una cultura del consumo aptas para un estamento social determinado. 

De hecho, «tradicionalmente» –ahora menos tras la «democratización» de los gustos y la estandarización de productos «lujo» con las marcas blancas y los asequibles «clubes del gourmet»– hemos tenido la idea de que ir a comprar a una tienda de El Corte Inglés significa adquirir per se un estatus y un gusto, por no decir incluso un glamur, propios de una cultura refinada. En los años ochenta y noventa del pasado siglo era común pensar en que los precios más caros de El Corte Inglés y el modelo de negocio que representaba eran propios de un tipo de consumo propio de clases medias-altas con un elevado poder adquisitivo; cuántas veces no habremos oído que ir a comprar al supermercado de El Corte Inglés era sinónimo de un estilo de vida y de unos gustos «burgueses». Y, con todo, la imagen que desprende (o que desprendía hace unos años) el cliente medio de estos grandes almacenes es más propio del siglo XIX que del XX, pues en España ya existieron en el Ochocientos negocios semejantes para un cliente determinado: el hombre y la mujer finos, los participantes de la sociedad de buen tono que, al margen de la aristocracia y la Iglesia, formaban las clases medias adineradas que convenimos en llamar «burguesía». ¿Pero en qué momento surgen las actitudes, los gustos, el ocio y el entretenimiento o el exclusivismo que asociamos a esa «burguesía»?

Ramon Casas, Interior al aire libre (1892).
Podemos encontrar múltiples respuestas en El surgimiento de la cultura burguesa: personas, hogares y ciudades en la España del siglo XIX de Jesús Cruz Valenciano (Siglo XXI, 2014), un original estudio sobre la evolución de los estilos de vida de la burguesía de dicha centuria. Cruz comienza el libro recordando la «tradición» del roscón de Reyes (el tortell de Reis en tierras catalanas), un bollo que tiene reminiscencias de productos realizados en Francia y que a finales del siglo XIX era propio de una burguesía acomodada, escondiendo en su interior una pequeña joya como premio, y cuya degustación era sinónimo de distinción y elegancia: aquel que encontrara la joya sería designado el rey de la fiesta. Hoy en día el roscón de Reyes es un dulce popularizado y que no puede faltar en esta fiesta que pone fin al período navideño. Y simboliza, en cierto modo, la adopción de un hábito burgués (que a su vez fue asumido antes de la aristocracia francesa) que conforma ahora un estilo de vida de los españoles y que todos disfrutan. Del mismo modo es común emplear frases como «tal persona se ha aburguesado» o «fulano es un burgués» para definir a alguien que se ha acostumbrado a un estilo de vida que suele resultar la consecuencia de un consumo desaforado. Consumismo y burguesía se han asimilado, del mismo modo que conformismo y aburguesamiento suelen ser asimilados como sinónimos en la actualidad. Incluso podríamos ir más allá y reflexionar como el concepto de dandy (dandi en castellano normativo), que en el siglo XIX era asimilable a petimetre o lechuguino, ha pasado, de ser una palabra asimilada a alguien de la burguesía con tiempo libre, educación esmerada y un gusto por la moda, a significar que alguien es elegante y tiene gustos caros, especialmente en los complementos (relojes de marca, zapatos de piel, gafas de diseño, etc.). Hoy en día, incluso, tendemos a pensar en el gusto por la ópera, los conciertos de música clásica, la alta literatura –idea que lleva a pensar, por oposición, en una «baja» literatura o en una narrativa «de masas» o de «best-sellers», como si ello supusiera añadir un matiz peyorativo– o los desfiles de moda como actividades propias de la «burguesía». En términos incluso más prosaicos, ¿consideramos que los lectores de la revista del corazón Pronto son los mismos que los lectores del ¡Hola!? Es más que probable que, analizando las dos revistas, lleguemos a la conclusión de que la primera está diseñada para lectores de sectores sociales populares mientras que la línea editorial y los contenidos de la segunda revista están destinados a lectores más «burgueses». Cójase otro ejemplo de lo que consideramos cultura de masas o en la material y pensemos en si no hay componente «burgués» o «aburguesado» en su concepción, diseño y destinatarios. 

Santiago Rusiñol, Novela romántica (1894).
De un modo u otro se trata de ideas cuyos orígenes encontramos en este libro. Orígenes en la España del siglo XIX, con algunas reminiscencias a la centuria anterior, y que llevan a considerar la burguesía del período como un sector social en alza, aunque con cierto retraso respecto a sus homólogas europeas. De hecho, lo que nosotros consideramos estilo de vida burgués ya llevaba existiendo varias décadas en el continente europeo (y en América). La extensión de sus valores, de la cultura de consumo o de una noción de sociabilidad a las clases populares fue propio en el Reino Unido y Francia en el cambio de centuria, mientras que en España no se produjo hasta la década de los años sesenta (y es pertinente recordar el ejemplo paradigmático de El Corte Inglés). En este estupendo ensayo, Jesús Cruz nos traslada a cómo y con qué elementos surgió la cultura burguesa. No tengo intención de «destripar» o resumir los contenidos del libro –la lectura del mismo deparará mejores sensaciones para el lector de esta reseña… que la reseña en sí misma–, pero sí destacar algunas ideas; aunque inevitablemente acabe haciendo lo que no se pretende... 

Cruz comenta, por ejemplo, como los manuales de urbanidad, la mayoría traducidos de originales británicos o franceses hasta la mitad de la centuria, y adaptados en cierto modo a las peculiaridad hispánicas, enseñaron a los hombres y mujeres de la burguesía –desde la cúspide de la pirámide a los sectores más cercanos a la menestralía– cómo ser unos hombres (y mujeres) finos en una «sociedad de buen tono»: cómo hablar con elegancia, cómo comportarse en actos sociales, cómo cultivar adecuadamente el arte de la visita… Y lo hace echando mano de esos manuales de urbanidad y de la literatura de la época. Del mismo modo, analiza el hogar burgués uno de los centros (el más importante, quizá) de la sociabilidad: cómo eran las casas, o mejor dicho, cómo debían ser según los anuncios de las revistas y la literatura coetáneas, y cómo eran en realidad. Estancias como el gabinete, que suponían el espacio más «familiar» y la distinción entre los ámbitos públicos y los espacios privados dentro de la casa burguesa. Cruz analiza fuentes como los inventarios post mortem del Archivo Histórico de Protocolos de Madrid para dilucidar qué había en esas casas, qué se había adquirido tras décadas de convivencia familiar y qué se heredaba: muebles, joyas, ropas (blanca y de vestir), libros, obras de arte. Todo ello, adecuadamente analizado (hay que poner en contexto los protocolos notariales) junto con textos de época o anuncios de la prensa escrita nos permiten conocer qué había en las casa y, además, como debía ser el hogar de un burgués. 

Projecto original del Plan Cerdà para el ensanche de Barcelona (1859).








Amueblar y decorar el hogar, de hecho, nos traslada a otra idea: la cultura de consumo de la época. Ello nos lleva primero a la revolución del consumo en la España de principios del Ochocientos: un consumo de pequeñas tiendas, un proceso de industrialización de uso cotidiano, un paso en el siglo XVIII de la producción de ropa y complementos en pequeñas factorías a la idea de la tienda especializada, el paso previo a los grandes almacenes. La moda, ideal y elemento de distinción de las nuevas clases medias, tiene gran importancia para entender cómo la burguesía crea un gusto y un estilo de vida que requiere, por tanto, de espacios en los que adquirir productos elaborados y adecuados para el hombre (y la mujer) finos. Los anuncios de la prensa crean la oferta y surge la demanda en las clases medias por adquirir esos productos que otorgan distinción. Ir de compras por Madrid y Barcelona, las dos principales ciudades españolas, nos lleva a conocer los precedentes de El Corte Inglés. 

Un modelo de negocio, el de los grandes almacenes, que reunía unas determinadas características: 
«ofrece diversas líneas de mercancías en más de cuatro departamentos de venta diferente; está situado en un edificio emblemático, de arquitectura grandiosa, que ha sido construido exclusivamente para albergar los almacenes; cuenta con interiores amplios, bien iluminados, limpios y con varias plantas; practica una política de puertas abiertas invitando a los clientes a entrar en el espacio comercial sin ningún tipo de restricción; muestra los productos en escaparates, mostradores y estanterías; tiene cajeros centralizados; utiliza la tecnología más actualizada para su mantenimiento; dispone de una extensa plantilla de dependientes y gestiona sus recursos humanos como una gran empresa; pone en práctica métodos de venta innovadores, como políticas de devolución razonables, venta a distancia, promociones de temporada, desfiles de moda y edición de catálogos informativos que facilitan las compras» (p. 216, citando su vez a J. Whitaker, Service and style: how the American department store fashioned the middle class, Nueva York, St. Martin Press, 2006, pp. 7-10). 
Unos grandes almacenes, pues, que «constituyen una expresión del espíritu empresarial de la cultura burguesa. Su propósito y organización reafirma el compromiso de aquella cultura con el propósito de igualdad de oportunidades y su devoción hacia la productividad» (p. 219); una «igualdad de oportunidades» que la particularidad de la burguesía española no fue más allá, como afirma Cruz en las conclusiones del libro: el estilo de vida burgués creó un sentido de pertenencia a un grupo exclusivo, pero hizo poco por «crear las condiciones económicas y sociales para asegurar su propagación a sectores más amplios de la sociedad» del siglo XIX (pp. 384-385). Quizá este fracaso de la minoría por extender los valores de la burguesía al resto de la sociedad –algo, que por otro lado, la rígida esquematización social española, con la aristocracia, la Iglesia católica y el ejército como vigilantes del orden social, difícilmente habría permitido, explique como «el país pagó un precio en inestabilidad política, agitación política y represión durante buena parte del siglo XX» (p. 385). Y, sin embargo, habrá que esperar a la revolución de la sociedad de consumo de los años sesenta del siglo XX para que dicho estilo de vida alcance a amplias capas de la sociedad.

Portada de Le Petit Journal de París recogiendo
el atentado anarquista en el Liceo barcelonés,
el 7 de noviembre de 1893.
Por otro lado, la ciudad burguesa del Ochocientos se abre a un nuevo modelo urbanístico: los ensanches. Cruz analiza los procesos divergentes de los ensanches barcelonés y madrileño, con resultados diferentes, y que nos lleva también a conocer el modo en que las burguesías de las dos ciudades se adaptan a realidades urbanísticas determinadas. Los planes de ensanche de las dos ciudades, a cargo de Ildefons Cerdà para Barcelona y Carlos María de Castro para Madrid, nos sirven para entender cómo eran ambas ciudades: la búsqueda del cosmopolitismo a la parisina en el caso de Barcelona o la dicotomía entre gran capital y ciudad de servicios en Madrid. La ciudad burguesa necesitó adaptar sus infraestructuras a nuevas condiciones económicas y sociales. 
«De estos impulsos surgieron nuevos edificios para albergar bancos, mercados, distritos comerciales, oficinas, industrias, etc. Los ensanches fueron un pingüe negocio para los especuladores inmobiliarios: constructores, propietarios e inversores. También el desarrollo científico desempeñó un importante papel. La ciudad burguesa es inimaginable sin las estaciones de ferrocarril, el tráfico organizado en sus bulevares o los raíles para los tranvías» (pp. 222-223). 
Ello nos lleva, a su vez, a la ciudad como lugar de entretenimiento y ocio, o, en palabras de Cruz, «los placeres de la imaginación y del cuerpo», recogiendo de otros autores la primera parte de esta última frase. El teatro, la ópera, los jardines en las ciudades como espacios de sociabilidad y de reafirmación de la burguesía como clase social distintiva y preeminente (con matices, claro está): «la sociedad de buen tono la constituían un conjunto de hombres y mujeres de las clases altas y medias, de normas de comportamiento, de estilos de vida y que por su posición social se erigían en los adalides de la moda, del gusto y de la distinción social» (p. 288). Se adquiría capital cultural con las formas de diversión: las obras de teatro, los ateneos y casinos, los museos de arte (y arqueológicos), los jardines de recreo. Cómo no recordar las palabras del periodista Joaquín María de Nadal que, en sus memorias, dejaba bien claro que el Liceo barcelonés era más que un teatro: era una institución. «Uno va al Liceo con un espíritu diferente al que se lleva a cualquier otro teatro: uno va al Liceo como si estuviera cumpliendo un ritual» (citado en p. 306). Un ritual y un ámbito de distinción social, incluso de exclusivismo social; me hace recordar las palabras de un profesor en la universidad que, mencionando a otro profesor, decía que «nunca había bajado del cuarto piso del Liceo»; o que otro profesor, por sus modos educados y su cortesía, le recordaban a un «maître del Vía Veneto [restaurante de la zona alta barcelonesa]». Actitudes sociales, diríamos; posiblemente elitismos burgueses.

El libro de Cruz incluye también ideas como el origen del turismo moderno, con las reminiscencias del Grand Tour de los jóvenes de la aristocracia británica en el siglo XVIII como primer referente; el auge del termalismo y de la cultura de balneario (o de spa, por la ciudad belga), que conduce también a la cultura de «ir a la tomar las aguas» o de «ir a la playa», tan común hoy en día. Por no decir el auge de los deportes como expansión de una «cultura hedonista e higiénica»: del foot-ball y el sport burgués (la gimnasia como actividad de culto que vigoriza y pone a tono al hombre fino), de la hípica y los velocípedos, al fútbol como espectáculo de masas en la actualidad y los deportes, ya traducidos en castellano, como cultura extendida y común de la sociedad del presente.

El resultado, pues, es un libro con una metodología interdisciplinaria –en el ámbito de las ciencias sociales: del análisis historiográfico a la crítica literaria, de la sociología histórica a la ciencia política–, con un planteamiento original y con una mirada lúcida a la «cultura burguesa» como el exponente de un estilo de vida que, actualmente, de un modo u otro vivimos y potenciamos. Y sigo teniendo en la cabeza el ejemplo de Isidoro Álvarez y El Corte Inglés y las actitudes sociales de esa «cultura burguesa»…

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