15 de enero de 2016

Crítica de cine: El hijo de Saúl, de László Nemes

Cuántas películas se han hecho sobre el Holocausto... y cuán diversas. Theodor Adorno dijo que era imposible "escribir poesía después de Auschwitz" y que la mera posibilidad de hacerlo ya era un "acto de barbarie". No podía haber belleza tras aquel horror. Pero la palabra no ha dejado de fluir más de setenta años después de que dejaran de humear los hornos de este campo de concentración y exterminio. El cine ha nutrido al espectador con incontables imágenes, desde esferas muy diferentes y con el empeño de recrear un horror que el ser humano no quiere imaginar ni puede asumir. De Claude Lanzmann a Steven Spielberg pasando por Roberto Benigni (tres aproximaciones muy diferentes), el "horror" ha estado presente en los recuerdos de los supervivientes, en sus descendientes, en la generación que no lo conoció pero, tras un tiempo de silencio, comenzó a conocer. Y surgieron los textos de Primo Levi, de Elie Wiesel, de Jean Améry, de Liana Millu... Al horror se le puso nombre y palabra, el cine y el documental le pondría imagen, se conjugarían ambos lenguajes. (Me) Resulta difícil escribir algo sobre El hijo de Saúl, película dirigida por el director húngaro László Nemes y que parte como gran favorita para (vanitas vanitatis) los premios Oscars de este año. Una película que marca distancia con el cine que hasta ahora ha planteado su mirada sobre el Holocausto.... y quizá nunca sea mejor dicho. La mirada...

Mientras Lanzmann dedicó más de nueve horas a realizar su documental Shoah (1985), erigiéndose en enciclopédico testimonio del horror nazi en los campos de exterminio, Nemes se plantea realizar algo más modesto, especialmente en la trama. Su labor no es la de ofrecer una película (más) sobre el Holocausto ni tampoco un retrato amplio del mismo. Su intención es situar al espectador en el meollo del asunto, hacerle sentir que está "dentro", que puede ver y oír lo que ve y oye Saúl (Géza Röhrig). Y lo hace con tres elementos visuales: reducir el foco, estrechar las miras y limitar la profundidad de campo. Tres operaciones visuales que el espectador que acuda a una sala de cine para ver la película realiza al mismo tiempo que la cámara, tan escurridiza, temblorosa, jadeante como el protagonista de la película. A lo largo del filme, seguimos los pasos de Saúl durante dos días y únicamente "vemos" lo que él ve, como si su percepción de la realidad fuera la que vayamos a tener durante los poco más de cien minutos de metraje. Para ello, la cámara se sitúa prácticamente a un metro de Saúl y todo lo que hay más allá de él queda desenfocado. Ver el Holocausto pero sin "verlo"...

Saúl es un prisionero judío húngaro en Auschwitz: desde el momento en que Alemania invadió Hungría en marzo de 1944, los judíos del país pasaron a nutrir las cámaras de gas y los hornos de Auschwitz. Y algunos de ellos, como antes lo fueron de otros países, fueron obligados a trabajar en el campo dentro del Sonderkommando, las unidades especiales formadas por prisioneros y que eran utilizados para realizar el trabajo sucio del exterminio: el vaciado y limpieza de las cámaras de gas, el transporte de los cadáveres a los hornos, la selección de las pertenencias de las víctimas en busca de objetos de valor. Separados del resto de prisioneros, con capataces (kapos) propios, no se les permitía trabar conversación con las víctimas bajo pena de muerte; debían facilitar su traslado, desde la vía del tren, a las "duchas", hacer que se quitaran la ropa y la colgaran, mientras voces más o menos cálidas calmaban a los hombres, mujeres y niños que no sabían que debían hacer, prometiéndoles una sopa o un café caliente después de la "desinfección", cerrar las puertas y... escuchar los aullidos de los cientos de personas que entonces descubrían la verdad de aquellas cámaras, que aporreaban las puertas, que gritaban y poco a poco se apagaban sus voces, mientras fuera esperaban los hombres del Sonderkommando para realizar su trabajo. Una labor dura que Shlomo Venezia, un prisionero italiano que trabajó en esta unidad especial en el otoño de 1944, recordó en su libro Sonderkommando. En el infierno de las cámaras de gas (RBA, 2010)... durísimo testimonio. Y esos mismos hombres del Sonderkommando, periódicamente, también eran eliminados, sustituidos por otros, de manera que la rueda del infierno no dejaba nunca de moverse. 

Los primeros minutos de la película nos trasladan a la labor de Saúl en el Sonderkommando. Vemos pero no "vemos"; sobre todo oímos. Los detalles visuales que la cámara nos permite comprender mientras seguimos los pasos de Saúl son fragmentarios pero lo suficientemente "completos" para que no tengamos dudas de lo que está sucediendo; de hecho, como espectadores del horror probablemente tengamos que llenar con nuestra mente lo que se muestra pero al mismo tiempo no se muestra. Pero algo cambiará las cosas ese día para Saúl: el cuerpo de un muchacho impulsará a Saúl a tomar una decisión. Ese cuerpo no será pasto de las llamas, se propone, sino que será enterrado y para ello buscará desesperadamente en las horas siguientes un rabino, de modo que pueda entonar la oración adecuada mientras la tierra recibe el cadáver de un muchacho. Un chico. El hijo de alguien. El hijo de Saúl, decidirá/dirá/se convencerá éste. "Es mi hijo". Y entre la ausencia de humanidad en aquel campo surge una moral que parecía olvidada. Un propósito que nadie (quizá tampoco el espectador) entiende: ¿por qué se empeña Saúl en querer inhumar aquel cuerpo en particular? "No es tu hijo", le dirán sus compañeros. Pero él no cejará en su propósito durante los acontecimientos que siguen a aquella escena inicial, en la que se mezcla el temor a ser eliminado como el resto de víctimas con una revuelta contra los guardianes o un infierno en las fosas, uno de varios que sucedieron en Auschwitz y en las fechas en que transcurre la película: ¿pudo ser aquél momento en concreto?

Durísima película... y es decir poco. Sin melodrama. Sin necesidad de una respuesta a todo. Sin que tengamos que "verlo" todo.

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