17 de enero de 2017

Crítica de cine: Silencio, de Martin Scorsese

A Martin Scorsese siempre le han preocupado la fe religiosa y sus múltiples manifestaciones. Antiguo seminarista que iba para sacerdote pero abandonó el camino (¿perdió la fe o quizá la manera de entenderla?), en su filmografía (y más allá de La última tentación de Cristo) subyace un interés por los aspectos más diversos de la religión y la propia vivencia religiosa. Quizá por ello le interesara, hace treinta años, una novela de Shusaku Endo, novelista japonés católico. El argumento de la novela traza las andanzas de dos misioneros jesuitas, Sebastião Rodrigues y Francisco Garrope, que viajan al Japón de 1640 para encontrar al padre Cristóval Ferreira, de quien cartas llegadas a Occidente dejan caer el rumor de que ha apostatado en el seno de una persecución de los cristianos japoneses (kirishitan) por parte de las autoridades del período. Las azarosas calamidades de los dos jóvenes jesuitas son relatadas a modo de diario por Rodrigues, que se verá impelido a replantearse (a la fuerza) muchas de sus creencias personales sobre la fe, la evangelización y la verdad. La novela de Endo, que ya tuvo una primera versión cinematográfica japonesa hace más de cuatro décadas, ha sido finalmente realizada por Scorsese, que no sólo asume la dirección sino también la coautoría del guion adaptado. Y el resultado es Silencio, una película densa en contenido, con un exceso de metraje, un tempo narrativo pausado… y las señas de identidad de un tipo tan personalísimo como es Martin Scorsese.

La película es larga en su duración, algo más de dos horas y media, y una cierta sensación de tedio parece apoderarse de ella tras un inicio muy interesante, con el “martirio” de cristianos japoneses desde el punto de vista de Ferreira (Liam Neeson) y la recepción de una carta suya que deja, varios años después, que deja entrever que Ferreira ha apostatado de su fe. “Calumnias”, dicen los jóvenes Rodrigues (Andrew Garfield, últimamente abonado a los papeles “intensos”) y Garrope (Adam Driver). Ambos muestran su predisposición a viajar a Japón para encontrar a Ferreira (¿a que nos viene a la cabeza el Kurtz de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y su correspondiente adaptación cinematográfica de Coppola?), a pesar de los peligros que conlleva: pues los cristianos japoneses son perseguidos y la misma suerte corren los predicadores europeos. La llegada de ambos misioneros será convulsa, en secreto, ocultándose de las autoridades niponas en la zona y en busca de un fantasma del que apenas se sabe nada (solamente que podría estar en Nagasaki). Lo que a priori se convierte en una aventura se filma con un pulso narrativo algo irregular desde la llegada de los jesuitas y hasta que aparece la figura del inquisidor Inoue (Issei Ogata), que se convertirá en la particular némesis de Rodrigues y en la personificación de la persecución de una peculiar “comunidad” cristiana oculta en el Japón de la época, con personajes tan peculiares como el (constantemente) apóstata Kijichiro (Yôsuke Kubozuka). A partir de mitad de película comienza un “debate” sobre la implantación del cristianismo en Japón (“una ciénaga en la que no puede arraigar”), el peso de la fe, las diversas caras de la “verdad” y el silencio. Un silencio, que da título a la película, que será el leitmotiv de Rodrigues para asumir que aquello de lo que estaba tan convencido no necesariamente es lo que ni él ni quienes le rodean deben asumir como “verdades” absolutas.

La película se resiente de la morosidad del relato en una primera parte (se enroca demasiado en los avatares de los cristianos ocultos japoneses y en su castigo) y tarda en llegar a una parte central que resulta mucho más interesante: el enfrentamiento dialéctico (y sanguinariamente realista) de pareceres entre el joven misionero y el inquisidor japonés. Ahí es donde el guion funciona mejor, con deliciosas parábolas como el marido con cuatro esposas o la duplicidad argumental entre la esposa bella y la esposa fea, o intensos momentos de prisión para un Rodrigues que encontrará el camino de “salvación” de una manera que no esperaba. También es cierto que el tercio final se podría haber aligerado de reiteradas situaciones, algunas de ellas variaciones de un mismo tema, pero que refuerzan las “jugadas” de ambos antagonistas, con un intérprete japonés por medio Tadanobu Asano) que también aporta una vuelta de tuerca a la figura del “torturador”. A la postre, y en función del desarrollo de ese “combate ideológico” entre dos actores de dos ámbitos tan radicalmente opuestos como el del cristianismo evangelizador europeo (“Portugal y España”, agentes colonialistas encubiertos en la mentalidad del anciano samurái japonés) y el Japón que no es que necesariamente se cierra al exterior, sino que busca cortar de raíz una semilla de inestabilidades y disensiones internas, como para ellos es la presencia (y la labor encubierta) de misioneros cristianos. Dos mundos que chocan, dos visiones sobre la religión, dos puntos de vista sobre, en definitiva, el control ideológico de una sociedad. Las conclusiones que se extraen de ese “debate” son muy interesantes y resumen lo mejorcito de una película que podría funcionar mucho mejor (y a grandes rasgos lo hace muy bien) con algo más de trabajo en la sala de montaje. 

Está de más decir que la fotografía es hermosa, alternando grandes panorámicas con encuadres más íntimos, verdes espacios con embarrados y míseros lugares. Todo lo que a menudo tienen de excesivamente violento algunas películas de Scorsese, aquí es más sencillo, pero igual de impactante (crudo pero sencillo en su formulación, sin necesidad de alargar en demasía lo que resulta perturbador). Interiores bien realizados, precisos, de la austeridad tridentina de la estancia en la que se reúnen los dos jóvenes jesuitas con su superior a una cueva en penumbra o una cabaña en medio del bosque. Música justa y necesaria, sonidos naturales, ¿qué más hace falta? En lo técnico la película desborda calidad, no hay duda.

El resultado es una película muy interesante, excesivamente larga (como a menudo le suele pasar a los filmes de Scorsese), con algunos tiempos muertos innecesarios, pero que se compensan con algunas secuencias estupendamente narradas. Uno, en coña, podría decir aquello de “ir pa ná es tontería” como conclusión de las aventuras de Rodrigues y Garrope en aquel Japón de mediados del Seiscientos; pero lo cierto es que en el choque de mentalidades (y “verdades”) y en la plasmación de la búsqueda activa de un fantasma y del sentido de la fe desde los recovecos más silenciosos del alma humana es donde encontramos una, a grandes rasgos, espléndida película. Eso sí, no apta para espectadores acostumbrados al Scorsese de sus películas más “mafiosas”.

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