8 de junio de 2017

Reseña de The Dawn of Christianity. People and Gods in a Time of Magic and Miracles, de Robert Knapp

¿Hasta qué punto el cristianismo es una religión “original”? Sí, es una pregunta “trampa”, pues de entrada sabemos que fue una religión lo suficientemente “nueva”, “seductora” e in cluso "revolucionaria" como para lograr reunir, en apenas unas décadas, numerosos seguidores en ciudades y lugares del Mediterráneo oriental, que fueron aumentando paulatinamente en los dos siglos siguientes: Se abriría un período de clandestinidad y persecución hasta que fue tolerado como culto religioso por el Edicto de Milán del año 313 y protegido especialmente por los emperadores romanos; en el año 380, mediante el Edicto de Tesalónica, el cristianismo se convertiría en la religión “oficial” del Imperio romano, aunque aún tardaría siglos en arrinconar para siempre los cultos paganos. Quizá la pregunta adecuada sería qué tenía el cristianismo que ofrecer a la gente de la segunda mitad del siglo I (o desde la muerte de su carismático líder, Jesús de Nazaret, en torno al año 30) como para que abandonara sus creencias previas, ya fuera el judaísmo en el caso de la población de Judea y alrededores, ya fueran los cultos politeístas (“paganos”, si se prefiere la jerga cristiana, o “gentiles” según los judíos). La creencia en que habría algo más allá de la muerte, en un “cielo” para los justos y píos y un “infierno” para los que no lo eran, rompía con la mayor parte del, por así llamarlo, establishment judío que, al margen de los fariseos (que sí creían en la inmortalidad del alma), no concebía una “vida” más allá de la terrenal, aunque en cierto modo los acercaba a algunos cultos politeístas. 

Robert C. Knapp
La idea de un Dios bondadoso y que no se abría únicamente a una comunidad étnica o que la salvación podía llegar por las buenas obras, eran razones que iban más allá de lo que los judíos podían admitir. Que hay un solo Dios lo aproximaba al judaísmo, pero que el mensaje llegase de parte de su hijo encarnado en un humano se consideraba blasfemo. Un culto sencillo, con connotaciones prácticamente mágicas (la carne que se convierte en pan, la sangre que se transforma en vino) y que se abría a quienes estuvieran dispuestos a creer, sin importar de donde procedían, atraía a mucha gente. El bautismo como rito de iniciación no era estrictamente una “novedad” cristiana, pues algunas sectas judías también lo aportaron, de ahí la también carismática figura de Juan el Bautista, quizá un esenio. Los “milagros” de Jesús o la concepción de éste como el Mesías, el elegido, el ungido, como otros personajes de la “mitología” judía, o la propia concepción “política” del mismo, podían atraer o repugnar a partes iguales a judíos de diversa afiliación. Todo ello, y mucho más, hacía del cristianismo una religión “nueva” pero con elementos “viejos”, atractiva o peligrosa, con algunos rasgos de los cultos politeístas y con una voluntad universal, más allá de un territorio concreto o una “nacionalidad” concreta, o un sentimiento de comunidad tan propio como el judío. 

En The Dawn of Christianity. People and Gods in a Time of Magic and Miracles (Profile Books, 2017), Robert Knapp se pregunta qué tradiciones diversas ayudaron a construir el cristianismo en su origen y hasta qué punto el elemento sobrenatural que proponía, con los milagros y la resurrección de un profeta y líder carismático, no estaban presentes de muchas maneras en el imaginario de la población judía de la época y también de aquellos que podríamos considerar politeístas, paganos o gentiles. La magia y lo sobrenatural son uno de los pilares sobre los que pivota el análisis de Knapp, pues eran elementos en los que creía la población común. Del mismo modo que en su anterior libro Los olvidados de Roma: prostitutas, forajidos, esclavos gladiadores y gente corriente (Ariel, 2011), el autor trazaba un retrato poliédrico y diverso de los romanos “corrientes” o “invisibles”, ese 99% de la población del Imperio que no suele aparecer en los textos de la élite, en The Dawn of Christianity se pone el acento en las creencias de la gente ordinaria que vivía en Judea y el ámbito griego del Mediterráneo oriental (también después el romano). 

Y para ello se basa no sólo en la tradición bíblica, sino también en papiros, textos literarios menos conocidos y la epigrafía para acercarnos a las creencias religiosas que ayudaron, en cierto modo, a crear el caldo de cultivo del cristianismo; ello significa acercarnos a mentalidades y conceptualizaciones religiosas de varios siglos antes al nacimiento de Cristo, a cómo eran los judíos “corrientes” de la Jerusalén (y a grandes rasgos la Judea) del Segundo Templo (mediados del siglo VI a.C.-70 d.C.), cómo entendían lo sobrenatural en sus vidas, cómo era la liturgia del culto a Yahvé (y su concepto de la “justicia” según la Torá y el legado de los profetas); cómo los cultos politeístas influyeron en el judaísmo a partir del siglo II a.C., al mismo tiempo que se forjaba un Estado más o menos independiente bajo la dinastía asmonea (macabea), con tendencias diversas como los saduceos, los fariseos y los esenios, o grupos políticos radicales (“terroristas” desde la óptica romana) como los sicarios y los zelotas; y hasta qué punto otros líderes carismáticos, otros mesías, como Judas el Galileo o el propio Juan el Bautista abrieron el camino hacia Jesús de Nazaret. 

Lázaro resurge de su tumba, fresco, c. 200,
catacumbas de San Calixto, Roma.

La mirada incisiva y tremendamente amena de Knapp acerca de cómo era el mundo en el que vivió, creció, maduró y murió Jesús de Nazaret resulta especialmente interesante, ante los muchos matices que debemos tener en cuenta alrededor de lo que significaba ser “judío” o “politeísta”, y, en esas décadas seminales de predicación cristiana (de Jesús a sus apóstoles, pasando por Pablo de Tarso), también “cristiano”. ¿Qué atraía a los que escuchaban a estos predicadores “cristianos”? ¿Qué rechazaban o les repugnaba? Knapp, ya avanzado el libro, en su tercio final, se plantea hasta qué punto lo mágico, lo sobrenatural que rodeaba la predicación de Jesús, de la multiplicación de los panes y los peces a caminar sobre las aguas, de la curación de leprosos, ciegos y enloquecidos a la resurrección de sí mismo tras una traumática “pasión” y muerte, no era algo necesariamente tan “nuevo” y “original” para la gente de la época, con numerosos ejemplos en la tradición judaica o con reminiscencias de cultos politeístas; hasta qué punto la creación de gran parte del relato “cristiano” en las décadas posteriores a la muerte de Jesús no se debía a elementos preexistentes o readaptados para la ocasión. O cómo el concepto comunitario del culto cristiano, de los ágapes eucarísticos a la oración en grupo, se fueron “institucionalizando”, en algunos casos con precedentes politeístas, con estructuras de iglesia episcopal desde el siglo III en adelante, especialmente cuando el Estado romano asumió el cristianismo como un culto oficial y, ante la crisis del propio Estado romano desde el siglo IV y sobre todo el V, las clases dirigentes encontraron en él una nueva estructura de poder. 

El resultado es un libro, si se me permite, “novedoso” en su planteamiento, siguiendo la estela de su obra anterior, y que sitúa el elemento sobrenatural como uno de los vértices del análisis, poniendo el foco en las gentes “corrientes” y su(s) manera(s) de entender y comprender lo divino y lo mágico, muchas veces mezclando una cosa con la otra. También como en Los olvidados de Roma, Knapp abre el abanico de las fuentes estudiadas, echando también mano de la arqueología cuando es necesario, y ofrece un estudio asequible tanto para un público general como para especialistas en la materia. Imprescindibles los mapas, el glosario de personajes del final y sobre todo las ilustraciones. Hará las delicias de quienes ya disfrutaron de su anterior obra y ofrece una panorámica muy atractiva y completa de los imaginarios y “realidades” religiosos y sociales tanto de la época de Jesús de Nazaret y sus discípulos como de los siglos precedentes en el territorio de Judea (al menos desde el retorno del exilio en Babilonia) y, grosso modo, el Levante asiático (sin olvidar la comunidad judía en Alejandría o las ciudades griegas de Anatolia). 

Muy recomendable.

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